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Columna
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Extraña atracción

Tenemos un alcalde inoxidable. Pasan las legislaturas y él sigue tan reluciente. Tan reluciente como un rodamiento. O más. Pero a la vez es como el óxido y no porque se trate de un alcalde paradójico, sino porque no descansa. Llega la Semana Grande y más que quedársele pequeña se le queda un poco ajena. Porque no puede relajarse. Sencillamente no puede. Le gustaría poder hacerlo, pero esa bola de cristal que tiene por cabeza le obliga a consultar cómo andará el tráfico, cómo la seguridad de los fuegos, si cogerá caspa el Peine de los Vientos... Son problemas de alcalde.

A mi amiga Pastel le pasa igual. Cuando tiene invitados sencillamente no disfruta. Lo intenta, pero no consigue relajarse. Y eso que suele encargarse de la cena y de todo Antxon, su marido. Pero ahí está el quid, eso es lo que le impide precisamente disfrutar. A saber qué estará haciendo en la cocina, rezonga. Seguro que el punto de nieve lo pone de hielo y entonces ¿qué haremos con los esquís? Como no esté una pendiente de todo... Es que sencillamente no puede desentenderse, no puede. Y, claro, con tantísima preocupación vive sin vivir en ella. Resultado, le pasan las cenas por encima como a nuestro Odón las Semanas Grandes.

Donde esté un camión capaz de expender unos bastoncillos de algodón para el cerumen o de predicar que el frotar se va a acabar, que se quite todo.

¿Qué sería de ellas si él no estuviese encima? El año pasado hubo muchas quejas que podríamos, con finura, calificar de escatológicas dada la sustancia que tenían por objeto. Una sustancia que a falta de los canales adecuados lo impregnaba todo con el consiguiente mal olor y desprestigio. Pues bien, nuestro alcalde ha cogido el toro por los cuernos, si es que la metáfora no resulta un tanto atrevida o desplazada porque, ¿acaso en Donostia hay encierros?, y le ha dado una solución que sólo podía estar a su altura. Se acabaron aquellos urinarios como casetas que más de una vez han acabado con usuarios y uso en el suelo. Se acabaron no sólo las estrecheces y la precariedad -era entrar y quedarse en un ascensor colgado- sino también la escasez, la escasez no de qué, porque la mocedad igual no participa, pero se alivia, sino de lugar donde verterlo. Nuestro alcalde nos ha puesto un camión WC. Un flamante trailer que no tienen ni en Bilbao y que para sí lo quisieran los Rolling en sus giras.

Lo han colocado de forma experimental en el Paseo Nuevo junto a las barracas y se ha convertido en la atracción más visitada. Y eso que alguna de las atracciones puede jactarse de emplear sistemas de seguridad utilizados por la NASA. Y otras muchas más, de disparar la adrenalina a chorros, dicho sea con todos los respetos. Pues bien hay que decir que frente al camión retrete se quedan en agua de borrajas. No sólo hay servicios separados por género (ya nadie dice sexo), que cuentan con agua caliente y aire acondicionado, sino que disponen también de una máquina "donde se podrán comprar artículos higiénicos de primera necesidad". Y ahí radica el secreto de su éxito. ¿A quién no le han entrado ganas de comprarse de madrugada un jaboncillo? ¿Cómo puede haber fiesta que se precie sin su botella de lejía?

Los nostálgicos podrán echar en falta aquellas barracas con la Mujer Serpiente, el Río Misterioso o la del Mono del Orinoco con tres pelos en el coco y que respiraba igual que un hombre. Pero donde esté un camión capaz de expender unos bastoncillos de algodón para el cerumen o de predicar que el frotar se va a acabar, que se quite todo. De no ser por Odón, ¿cómo nos lo pasaríamos?

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