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Columna
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Descubrimiento

Con fundado recelo percibo la llegada a España de una nueva horda de sobredichos historiadores que nos quieren contar cómo éramos y por qué somos así. Siempre ha habido entre nosotros esta plaga que nunca ha dejado de vernos con el trabuco y el calañés, antes de la última guerra civil, y dividida en un pequeño, malvado y despreciable grupúsculo de militares torturadores que le metieron el resuello en el cuerpo a una inmensa mayoría de paisanos idílicos y republicanos. Casi puede decirse que son más los que han escrito acerca de nosotros que las plumas cercanas y, para mayor pasmo, erigiendo en autoridades indiscutibles a algunos desaprensivos que, para más inri, son demasiado prolíficos. Lo malo, ahora, es que se trata de jóvenes profesores o aficionados, sumergidos en determinados archivos, con la astucia suficiente para ser aceptados por editores que creen saber lo que desea el público lector y, si no coincide, peor para el público lector.

Tanto en el sector libresco como en la radio, el cine y la televisión, se ha hecho abrumador el testimonio de una de las zonas, con una átona sombra de los españoles que estuvieron del otro lado, en este caso con la facción ganadora. Ojo, no digo que fueran los vencedores, sino que el azar inmisericorde que gobierna las guerras les hizo encontrarse en un lugar, no en otro. Mamotretos de 500, 600 páginas o más ocupan durante cierto tiempo los escaparates de las librerías. Recientemente, un deslumbrado investigador nos aclara que la llave de la política en aquellos atormentados años la tuvo el ya desfalleciente partido de Lerroux; otro, más próximo, descubre Eldorado de que la deficiente alimentación en la parte republicana fue causa importante de su derrota. Y ahí queda eso. Luego de unos días, con la inexorable lógica de la prospección del mercado, esos tomos son sustituidos por nuevas aventuras de Harry Potter, que necesitarán de todos los estantes.

Pocas, poquísimas veces aparece el reflejo de esa masa innominada que sufrió penalidades, hambre, miedo, incluso entusiasmo, en un lugar o en otro, como algo adjetivo, impuesto, pero transitorio. Que a un señor paralizado por el miedo cerval le fusilaran mal los milicianos y sobreviviera gracias a los normales sentimientos de alguien que no desea rematar a un prójimo vencido es un buen argumento novelístico, pero la historia menuda no es la de los grandes hechos. El autor extranjero -de los que se forran con premios y anticipos, siempre referido al período 1936-1939- presta apenas atención a la resistencia del Alcázar de Toledo, donde, se mire por donde se mire, aguantaron heroicamente unos cuantos guardias civiles, algunos derechistas y un puñado de falangistas y conservadores de la región, mandados por el coronel-director del gimnasio de la Academia. No están bien vistos aquellos 72 días del Stalingrado manchego.

Escasa atención a la epopeya silenciosa y colectiva que hizo posible un desenlace, no otro, una reyerta generalizada como son todas las guerras. De esa forma nuestros descendientes tendrán una visión no sólo distorsionada, sino errónea y mal hilvanada. Francisco Umbral, cuya despreocupación por la verdad no empaña el valor intrínseco de su pluma, despachó varios relatos sobre aquellos tiempos mezclando económicamente la realidad con la fantasía, los nombres propios con personajes improvisados. Nos describió una Salamanca en cuyos bares se ponían ciegos de whisky los jerarcas de la Falange, induciendo al error de que no sólo en aquella ciudad, sino en España entera, hubiera alguien que gustara del licor escocés, aparte el duque de Alba. Es como si en una novela picaresca del XVI un capitán de los Tercios ofreciera un cóctel de champán a una colipoterra.

Fatalmente, los testigos de ese tiempo irán desapareciendo y los que quedamos empezamos a confundir las cosas que vimos con las que dicen que pasaron, incluso en la pequeña historia de nuestra ciudad, el aspecto y el ánima de Madrid, unos años antes y unos años después. No es menester la nostalgia, sino el cariño hacia lo pasado, el que vivieron personas que han estado o están aún entre nosotros. Aquellos tranvías con plataformas, las jardineras en verano, los puestos con el agua de cebada, probablemente más rica y sana que las cocacolas. Es muy posible que en determinados barrios conflictivos prefirieran, en estas noches de calor, el chirrido de los grillos en sus jaulitas -el canario del pobre- que el estrépito de los borrachos de fin de semana. No estaría mal que se contasen las cosas como real o aproximadamente fueron. Por curiosidad, ¡coño!

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