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¿Quién teme a Pasqual Maragall?

La última ofensiva del presidente Aznar y sus acólitos contra Rodríguez Zapatero para intentar que el PSOE llegue dividido, desconcertado y mal visto por los electores el mes de marzo próximo tiene ahora como blanco al socialista catalán Pasqual Maragall. Se trata de una vieja táctica que actualizó el caudillo popular en el debate sobre el estado de la nación: enfrentar al líder del partido más votado en las últimas elecciones con sus propios colaboradores y los dirigentes más conspicuos del mismo. No por ser, como siempre, artera y antidemocrática, deja de estar dicha táctica bien orientada, pues las elecciones autonómicas de otoño en Andalucía, Comunidad de Madrid y Cataluña son fundamentales para inclinar la balanza, a la derecha o a la izquierda, en ese marzo de 2004, verdadera cita histórica en la que se decidirá si España prosigue su acelerado descenso democrático o, por el contrario, el partido que mayoritariamente trajo la democracia al pueblo español, la consolidó y hoy la defiende contra sus aprovechados manipuladores logra frenar esa caída en picado y la remonta con decisión, honestidad y firmeza. Hombres como Chaves, Simancas y Maragall forman el tridente que ha de pinchar los hinchados odres, las fatuas ínfulas de la reacción conservadora. Contra ellos, por tanto, los más burdos ataques. El sufrido por el socialista madrileño no ha podido ser más vil y traidor. El de Chaves vendrá cuando les convenga. Ahora le toca sufrirlo a Maragall y, de rechazo, una vez más, a José Luis Rodríguez Zapatero.

Ocurre, sin embargo, que las acusaciones contra el socialista catalán son tan insostenibles como contradictorias. Se le acusa de blandir un nuevo Estatuto que se halla en contra del espíritu y del texto de la Constitución, que supone "romper absolutamente con lo que hay", que pretende "la separación de Cataluña fuera del Estado" y que incluye la creación de un territorio de poder político, coincidente con el de la antigua Corona de Aragón, que eliminaría las comunidades autónomas correspondientes. En primer lugar, el PSC-PSOE no tiene un proyecto de Estatuto partidista, sino unas simples bases abiertas al consenso de la mayoría del Parlamento catalán y al juicio de esa mayoría de la población que, según las encuestas, las apoyan. De tal consenso sólo el PP se autoexcluye y se niega rotundamente a cualquier reforma. Con todo, no parece preocuparle el proyecto particular e insolidario de Convergència i Unió, porque sabe que su "soberanismo" es electoralista, y, además, porque piensa aliarse con CiU tras las elecciones si eso puede impedir que las gane en escaños Maragall. Frente a la retórica de CiU, aceptada por Aznar, la reforma que Maragall propone se integra en la constitucional que el PSOE preconiza respecto al Senado para una mayor integración de las comunidades autónomas en la política común del Estado, tanto interior como europea. Por eso es inútil hablar de separatismo y de destrucción de la unidad española, aparte de que las reformas propuestas son plenamente acordes con las posibilidades reformadoras de la Constitución. Como en los tiempos de Arias Navarro, la derecha heredera del franquismo confunde las reformas con las rupturas e identifica la Constitución vigente con su particular apropiación e interpretación de la misma, cuando, como es harto sabido y se ha reiterado por la jurisprudencia constitucional con motivo de la Ley de Partidos, nuestra ley suprema admite su reforma y excluye toda intangibilidad en razón de su materia.

Esa misma confusión, entre ignorante y falaz, la sufren los acusadores de Maragall al considerarle nacionalista por ser catalanista, y separatista, por ser federante o integrador. Precisamente, los nacionalistas catalanes le reprochan, a derecha e izquierda, no ser de los suyos, porque habla demasiado de España y quiere la Generalitat como trampolín para La Moncloa. La realidad es que, en todo caso, quien saltaría al Gobierno español no sería él, sino Zapatero. En cuanto a la sensata y muy racional propuesta de una región económica natural, con red de infraestructuras, hecha hace ya tiempo por los presidentes socialistas de Aragón y Baleares junto con el candidato valenciano y Maragall, no tiene nada que ver con ese absurdo imperialismo catalán que, en forma de Países Catalanes, ni siquiera se ha atrevido a proponer Jordi Pujol.

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En definitiva, ahora le toca a Maragall ser equiparado a Ibarretxe como "bestia negra" del PP, emparentando proyectos que se parecen entre sí como un huevo a una castaña. Lo que cuenta es provocar en el seno del PSOE una movilización "patriótica y una alianza PP-PSOE parecida a la que ha permitido a Aznar utilizar el Pacto Antiterrorista para sus fines sectarios a costa de su rival e incumplirlo cuando podía perjudicar al mismo. De paso, tal vinculación a la política del PP le quitaría votos al PSC-PSOE al alimentar el viejo tópico del nacionalismo catalán: el PSC depende del PSOE, y éste, del PP, ergo todos son igual de anticatalanes. Y eso es lo que le conviene al PP: la victoria este otoño de CiU y la derrota del socialismo en Cataluña.

Lo que pretende el PP en Cataluña con el apoyo del nacionalismo, que es, como él, de derechas, lo puede conseguir si logra contagiar su temor a Maragall a los socialistas de toda España. Abandonado por ellos, muchos catalanes dejarán de confiar en el PSOE y en el PSC, y Maragall perderá las elecciones, cuando, si las gana, puede, junto a un Chaves y un Simancas victoriosos, darle el Gobierno de España al PSOE de Zapatero. Sólo por eso ataca la derecha de siempre a Maragall. Porque le teme. Por eso mismo, y si no caen en la trampa de un "españolismo" que agita el PP para que se diluya y no se vea que la lucha principal se entabla entre la derecha y la izquierda de este país, los socialistas españoles no tienen nada que temer de su compañero Maragall.

J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona

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