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Columna
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La plaza

Es una plaza maldita. Su amplio trazado rectangular permitiría imaginar un sinfín de posibilidades de esparcimiento para un vecindario necesitado de espacios abiertos. Situada junto a la populosa plaza del Callao, en ella confluyen hasta siete viejas calles escondidas tras los orgullosos edificios alzados a principios de siglo sobre los márgenes de la Gran Vía. La plaza lleva el nombre de María Soledad Torres Acosta, una santa desconocida para la inmensa mayoría de los madrileños. La tal María Soledad fue una monja madrileña nacida en la cercana calle de la Flor Baja que dedicó su vida a cuidar enfermos.

Imaginen lo que diría esa mujer de carácter, fundadora de las Siervas de María y que abrió más de ciento veinte casas de acogida en el mundo, si viera el paisaje y el paisanaje que impera en la plaza que lleva su nombre. Allí donde pulula la más variada muestra de fauna marginal de todo el centro de la ciudad. Con la prostitución como elemento dominante, por sus aceras deambulan camellos, drogadictos, vagabundos y chorizos de toda condición. Muchos de ellos suelen pernoctar en los soportales y recovecos donde con frecuencia se agolpan cartones y colchones tiñosos rescatados de algún contenedor.

Un caño de agua permite a sus inquilinos habituales realizar un liviano aseo personal y refrescar en verano a los que mendigan en la Gran Vía. Trastienda de los descuideros que tanto se ceban con los turistas japoneses sin hacerle ascos a cualquier bicho viviente que no sujete bien el bolso, la plaza es escenario frecuente de peleas y ajustes de cuentas. Reyertas que empiezan con unas voces y que pronto degeneran en puñetazos y envites a punta de navaja sin que nadie mueva una dedo por evitarlo. "Usted no se meta, que están con sus cosas...", te dice una chica morena vestida de puta que contempla impertérrita cómo un tipo con cara de bestia patea a otro individuo andrajoso sin que le oponga la menor resistencia. Se trata de la misma chica a la que semanas antes un chulo asqueroso la puso la cara como un mapa ante la mirada atenta de cuatro o cinco abuelos. Son esos viejos verdes que suelen andar por allí pidiendo precio a las meretrices con la esperanza de que les dejen sobar un poco la mercancía sin tener que soltar un solo euro.

En ese ambiente y en esas condiciones sobreviven unos cuantos comercios, algún restaurante y una sala de cines para películas en versión original. También está la iglesia de San Martín de Tours, cuyo pórtico tuvo hace tiempo su minuto de gloria saliendo en todos los medios de comunicación por ser el primer templo que cerraba sus puertas para evitar los robos. Quienes sufren en su carne o en su bolsillo las consecuencias de esta atmósfera irrespirable reclaman insistentemente a las autoridades medidas que acaben con esa situación. Lo llevan haciendo desde hace muchos años, encontrando en ocasiones respuestas que nunca dieron demasiado resultado.

El Ayuntamiento de Madrid ha realizado en un corto espacio de tiempo varias reformas, la última de las cuales fue diseñada ex profeso para evitar presencias indeseables. En una ocasión vallaron la parte de los soportales más usada de dormitorio, también modificaron los niveles con parecida intención y trataron de cambiar la imagen de la plaza creando unos espacios marcadamente infantiles con sus columpios y toboganes. Esto último fue de una ingenuidad realmente enternecedora. Los niños brillan por su ausencia, porque son muy pocos los padres a los que les basta una valla de colorines para sentir a sus hijos a cubierto de un entorno tan hostil. Potenciaron además la iluminación, cambiaron el pavimento, y el departamento de limpieza trató de emplearse a fondo con los desperdicios y las vomitonas que campaban por doquier.

Ha habido igualmente planes policiales para mejorar el ambiente, pero al primer relajo el problema volvía a las andadas. Se trata de acciones concretas importantes y necesarias que, sin embargo, no fueron suficientemente sincronizadas. Faltó además tenacidad, un bien escaso en la cosa pública, sin el cual es imposible cambiar los malos hábitos que degradan cualquier espacio urbano. Ahora está abandonada a sus suerte, pero nunca es tarde para volver a intentarlo. Un espacio así sólo es posible rescatarlo con una acción conjunta, coordinada y perseverante. Sólo esa fórmula puede conjurar la maldición de aquella plaza.

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