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Aznar: la singularidad de un 'neocon' vicario

Entre la contemporaneidad y la actual posmodernidad, la derecha y la izquierda españolas han realizado cambios sustanciales, tanto en sus planteamientos políticos como sociales. Fenómeno que es también europeo, pero por dos hechos diferenciados nuestros (Guerra Civil y la larga dictadura), el trayecto español ha sido menos rectilíneo y más dramático.

Si hasta la Guerra Civil la radicalidad ideológica y de enfrentamiento fue la nota dominante entre las dos grandes tendencias políticas, radicalidad que se acentuará en la República Segunda y que adquirirá, en la derecha, un carácter totalizador y excluyente durante el franquismo, los escenarios cambiarán, y muy positivamente, con la restauración de la democracia. Al margen de sectores críticos de testimonialidad, hasta ahora, en estos 25 años de vida constitucional, el extremismo reaccionario y el extremismo izquierdista han dado paso a posicionamientos transaccionales y dialogantes. La desideologización, en parte, ha jugado un papel importante, pero, sobre todo, por la extensa confianza social en unos supuestos -explícitos e implícitos- para una convivencia civilizada entre nosotros y de vinculación a fondo con nuestra vecindad europea. Democracia y Europa, desde ya antes de la transición, constituían los dos grandes pilares ideológicos para asentar un sistema de libertades y, también, para reincorporarnos a la cultura histórica continental: del Santiago y cierra España a Europa a la vista.

La derecha que evoluciona, del nacional-catolicismo al europeísmo global, no sólo económico, y la izquierda que evoluciona, de la ruptura a la reforma, con el nexo común de Europa, facilitaron la fijación de un corpus, doctrinal y estratégico, que arrincona los viejos pleitos y que ha dado operatividad a la legalidad que emerge en 1977 y que, un año más tarde, se constitucionaliza. Conociendo nuestra historia contemporánea -revoluciones y contrarrevoluciones, repúblicas y monarquías, pequeñas y largas dictaduras y efímeras democracias, guerras coloniales y guerras civiles-, 25 años de funcionamiento democrático normal tienen un valor de excelencia: mérito, sin duda, y en primer lugar, a la madurez del pueblo español, resultado de una amplia secularización de nuestra sociedad, del afianzamiento de la tolerancia y de la confianza que se sigue teniendo en los principios informadores de nuestro Estado de derecho. Pero también mérito de la Corona y de una clase política que, con algunas excepciones, ha sido responsable, coherente y representativa.

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De alguna manera, nuestro sistema político es "doctrinario" en el sentido que en el siglo XIX se daba a este término: transaccional e interactivo, en donde a la legalidad formal se le añaden unos presupuestos consensuados. Derecha e izquierda, aparcando discretamente orígenes y profetas, institucionalizarán así un modus vivendi que, sin duda, coyunturalmente hoy favorece más a la derecha, no tanto por sus éxitos, sino por el clima internacional y por la debilidad imaginativa de la izquierda. Pero, hasta ahora, esta "constitución interna", los principios orientadores de la etapa constituyente, no se modificaban: eran reglas de juego asumidas y respetadas.

¿Por qué el presidente Aznar altera, precisamente en la etapa final de su mandato, uno de estos principios básicos, es decir, el de la política exterior? ¿Por qué su distanciamiento de la "vieja Europa" y su adhesión inquebrantable a la estrategia global americana? No se trata sólo, aunque sea ya significativo, que, de pronto, se vincule a una aventura bélica sin reconocimiento internacional, sino que algo más profundo está ocurriendo: una posición firme, cara al futuro, de alineación en el marco filosófico y político de los Estados Unidos, por tanto, de ruptura con el presupuesto interno consensuado español desde la transición, y también con el finalismo europeo tradicional: posición europea no de antagonismo, pero sí de diferenciación crítica al modelo imperial in fieri, que busca expansión externa y reducción jurídica interna. Decir Estados Unidos tal vez sea excesivo: más bien del presidente Bush y de sus neoconservadores aguerridos (los neocons, como así se les llama). ¿Por qué, en definitiva, el presidente Aznar se convierte de pronto en un beligerante neocon vicario? ¿Se trata de una actitud y convicción personal o pretende ser la expresión de una remodelación de la derecha española?

Los asesores presidenciales españoles, que algunos creo que saben latín, pueden aducir: ex facto oritur ius, es decir, el derecho nace del hecho. Si el imperio constituye un hecho, "marchemos francamente, y yo el primero", por la senda del derecho imperial: el futuro no está ya en Europa, sino en América. O, como ya adelantaba un pionero americano de los neocons, James Burnham, en los cuarenta, y como ahora han reactualizado, desde el cinismo o la ironía, Robert Kagan y Regis Debray, el derecho es la fuerza y la fuerza el poder, al que hay que someterse y asumirlo. Así, Caracalla, de los Severo, vuelve a ser comentado por su edicto de concesión de la ciudadanía romana a gran parte del Imperio (212 de nuestra era). Por lo pronto, en España, en este camino, nos anuncian ya un pasaporte especial para Estados Unidos. La derecha española, o probablemente su titular representativo actual, abandonando el europeísmo activo, transforma el anacrónico nacional-catolicismo en un vicario imperial-fundamentalismo cristiano.

Esta posición, sin embargo, tiene inconvenientes lógicos y eventuales consecuencias políticas: si, por pragmatismo fáctico, se rompe una base consensuada interna, de la derecha y de la izquierda, de trastocar la línea matriz de la política exterior española, por la misma razón, por ejemplo, el Plan Ibarreche, sus promotores, pueden decir también que su planteamiento responde a un hecho político y debería discutirse. O, también, plantear la cuestión de la Monarquía / República o la laicidad estricta del Estado. Dentro de esta argumentación, desde luego válida jurídicamente, que la reforma constitucional puede ser total o parcial (artículo 168 CE), porque el poder constituyente de un día no vincula para siempre, las ventanas se abren para todo y el consenso, trabajosamente conseguido, quedaría sólo como un hecho histórico. No parece que la prudencia y la coherencia, que han dado continuidad y estabilidad democráticas a nuestra convivencia, aconsejen esta vía. Un deslizamiento hacia aventuras imperiales no augura nada bueno.

Raúl Morodo es ex secretario general del Partido Socialista Popular. Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense.

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