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Sombras y apariciones

Roberto Bolaño fue un caso literario y un escritor excepcional. Comenzó en la marginalidad, en la oscuridad, en una poesía difícil, y se convirtió en un cuentista y novelista central, quizás el más destacado de su generación, sin duda el más original y el más infrecuente. Me encontré con él algunas veces y estuvimos en un par de ocasiones, en Barcelona y en París, sentados a la misma mesa de conferencias. Era un hombre que ponía reservas y cortapisas, que discrepaba, que no lo aceptaba todo de buenas a primeras, y esa actitud suya, esa naturaleza, mejor dicho, me parecía muchas veces envidiable. Era un principio de rechazo de complacencias y lugares comunes y le daba una indudable libertad, una frescura de la visión, una diferencia. Al escribir estas líneas no sé si sabía en vida que estaba enfermo, condenado, y si ese conocimiento condicionaba su conducta. Todos estamos condenados, pero saberlo en detalle, con precisión médica, provoca una conciencia de otra clase, una lucidez sombría, una evidente distancia con respecto a las rutinas del mundo. En él era notoria esta lucidez y esta separación, esta mirada desde márgenes a los que no era fácil asomarse. En la literatura latinoamericana formaba parte de la familia de Jorge Luis Borges y de Nicanor Parra, entre algunos otros. Quizás también la de Macedonio Fernández, Juan Emar, José Lezama Lima. Era un escritor de escritores y para escritores, como Borges, y era, además, en la huella de Nicanor Parra, un anticuentista y antinovelista. Sus textos narrativos colocaban la narración en un paréntesis, ponían en solfa la ficción y a la vez creaban un suspenso, pero que no se basaba tanto en los hechos en sí mismos, en los datos de la historia contada, sino en la posibilidad misma de la escritura. Buscar a un precursor literario desaparecido, a la Cesárea Tinajero de Los detectives salvajes, para citar un caso, se transformaba en la gran aventura, en el gran misterio novelesco, digno de una trama del género policial. Por eso digo que fue de estirpe borgeana, y en un doble sentido: el del aleph y el del séptimo círculo, el de la cábala y el de la narración de detectives.

En Barcelona me tocó presentar su novela Los detectives salvajes allá por los primeros meses de 1999. Para mi desgracia, en un alarde de sinceridad quizá innecesario, dije que me faltaban cincuenta páginas para terminar esa novela de más de seiscientas. Él se llevó las manos a la cabeza y se quejó amargamente de ser presentado por una persona que "no había leído" su libro. De todos modos, terminé la lectura esa noche y escribí un ensayo que entonces parecía más o menos solitario y que no me arrepiento, desde luego, de haber escrito. El difícil Bolaño, a pesar de las apariencias, tenía una cordialidad secreta, humana. En la Casa de América Latina de París, en una mesa redonda de hace alrededor de un año, presentábamos novelas breves nuestras, editadas por un sello canadiense-francés especializado en "novelas en miniatura", en compañía de una simpática pero irritable escritora mexicana. Bolaño dijo que le costaba mucho hablar de una obra suya y ofreció presentar en cambio la novela mía. Nuestra colega mexicana, no se sabe exactamente por qué, entró en un estado de súbita indignación. Uno de los personajes de la historia de Bolaño era una mujer de México y nuestra compañera de mesa lo acusó en público, con inusitada virulencia, de toda clase de deformaciones y traiciones. Ahí se vio que el pacífico, el tranquilo, era Bolaño, mientras la mesa naufragaba en una confusión muy divertida, con el público riéndose a carcajadas. Él recibió poco después las mejores críticas de Francia y empezó a ser leído en todas partes. Pero tenía mal color y una especie de resignación desesperada. En otras palabras, tenía mal diagnóstico. Alguien me entregó detalles de su enfermedad y el asunto me dio mucha pena. Propuse su nombre para el Premio Nacional de Literatura del año pasado y pensaron aquí en Chile que era una propuesta extravagante o prematura. Somos el país de la trivialidad literaria, del convencionalismo crítico, de la seriedad fúnebre, como se ha dicho tantas veces. No se puede dar premios a los que ya tuvieron algún premio, a los jóvenes, a los que no hacen gimnasia nacional, a los exiliados o ausentes. Bolaño, además de ser el mejor candidato de lejos, no era tan joven, pero existe la costumbre criolla y universal de los turnos, de las listas de espera. Por suerte para él, Bolaño tenía la buena costumbre de no creer en aguinaldos. Desconfiaba de las loterías literarias tanto como desconfiaba del Viejo Pascuero, a pesar de que en una etapa de su vida había vivido de un recurso extraordinario: mandar manuscritos a todos los concursos españoles de provincias y recoger ocasionales galardones por todas partes. Era un antinovelista y al mismo tiempo, hasta cierto punto, por necesidad, un personaje de la picaresca. Aquí descubro un entronque suyo con tradiciones más antiguas, con la del Buscón o la de Lazarillo de Tormes. En algún sentido, la prosa inesperada, áspera, llena de humor negro, de retruécanos, de vueltas y paradojas de Bolaño no estaba demasiado lejos de la de don Francisco de Quevedo. Era más conceptista que barroco, más quevediano que seguidor de Lezama Lima. Y en alguna parte, como digo, estaban la sonrisa de Borges o la carcajada escatológica de Nicanor Parra.

Lo último que leí de Bolaño son Dos cuentos católicos, textos publicados en revistas y no recogidos aún, que yo sepa, en forma de libro. Son narraciones provocativas, de pura imaginación, de una comicidad por momentos desopilante. Me hicieron pensar, en una asociación suelta de ideas, en relatos verbales de Nicanor Parra sobre un personaje que había inventado hace veinte o treinta años: el antiniño. Este antiniño, vástago de la antipoesía, era un niño malvado, pero de una hipocresía perfecta y que aspiraba a proyectar una imagen de niño bueno, incluso de santo. En buenas cuentas, un monstruo de la imaginación, un engendro. En estos dos cuentos católicos, escritos en sucesiones de párrafos numerados, como algunos textos filosóficos de Wittgenstein, me encontré con lo siguiente: "...A veces hundo la cabeza en las manos y escucho a las ratas que corren por las paredes. San Vicente, dame fuerzas. San Vicente, dame templanza. 12. ¿Tú quieres ser santo?, me dijo la madre de Juanito hace dos años. Sí, señora. Me parece muy buena idea, pero tienes que ser muy bueno. ¿Lo eres? Procuro serlo, señora...".

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Este Juanito, el amigo de la historia, le dice al niño narrador que en la ciudadela donde viven, espacio ficticio arrancado de una viñeta medieval de la pintura de Pieter Bruegel, hay un cerro del Moro donde se reúnen las mujeres de mala vida. El niño se separa de Juanito, se queda quieto bajo la nieve, esperando que se aleje, y después, "bordeando las murallas de la antigua fortaleza", se encamina hacia el cerro de mala fama. Sube por la acera de la sombra, para que no lo reconozcan. Pronto se encuentra en una cumbre, frente a un paisaje de estrellas que parecen copos suspendidos, y está a punto de helarse. Entonces tiene una visión: divisa una sombra que no es una sombra, sino un monje y que parece un franciscano. El aparecido camina encima de la nieve, descalzo, y sus huellas purísimas refulgen como una escritura de Dios. El niño, o, si se quiere, el antiniño en la versión de Bolaño, llora de emoción. Quizá, como lo habría hecho el personaje de Nicanor Parra, con lágrimas de cocodrilo. A todo esto, el monje camina a buen paso y el niño lo sigue lo mejor que puede. Llega a una estación de ferrocarril y ahora lleva zapatos bajo los tobillos "delgados como cañas". Compra un billete y, cuando el tren aparece, salta a uno de los vagones con asombrosa agilidad. Es, como se ve, una aparición entre medieval y moderna, esfumada en un comienzo, enseguida detallada, delineada, enérgica.

Creo que las mejores páginas de Roberto Bolaño van a quedar como expresiones de una fantasía abierta, desatada y a la vez controlada, que lo ponía todo en tela de juicio, pero que nunca daba ni pretendía dar un mensaje concreto, acotado, interpretable o traducible a otros lenguajes. La vida del escritor se pareció mucho, en definitiva ("tel qu'en lui même, enfin...", para citar a Stéphane Mallarmé), a su literatura. Lo decimos con algo de sorpresa y ahora que nos toca hacer el balance. A los quince años de edad, en la época de las rebeliones estudiantiles en el mundo y de la matanza de Tlatelolco, se fue a México. A comienzos de la década de los setenta regresó a Chile y parece que intentó defender la Unidad Popular de Salvador Allende contra el golpe de Estado, gesto juvenil del que ni siquiera hablaba. Estuvo preso en los campos de reclusión de la dictadura, consiguió escapar o salir con ayuda de amigos y terminó enclaustrado en el pueblo catalán de Blanes, en las cercanías de Barcelona. Ahora anunciaba una novela-río, 2666, sobre el tema de los asesinatos en serie de mujeres en la frontera de México con Estados Unidos. Dijo en una entrevista reciente que llevaba escritas "sólo mil páginas", texto que desde luego nos gustaría mucho poder leer. Será uno de los ejemplos, con frecuencia notables, de sinfonías o de novelas inconclusas en la historia del arte. A propósito, sentí en algún momento, y lo sentí en escala menor, sin ánimo de exagerar, que los paisajes urbanos, de pueblo pequeño, de sus Dos cuentos católicos tenían una remota relación con los de El castillo de Franz Kafka, otra novela inconclusa, sin ir más lejos. Y el tema de su novela inédita, por otra parte, confirma que Bolaño perteneció al grupo de los escritores extranjeros que escribieron con maestría y con visión particular, desde fuera y desde dentro, sobre México. Él lo hizo desde Los detectives salvajes y desde muchos de sus cuentos. Perteneció también a la categoría contemporánea, inconfundible, de los exiliados que eran en el fondo y en cualquier lugar exiliados interiores. A juzgar por sus declaraciones finales, oscilaba entre la narración breve, de estructura rigurosa, y los engendros novelescos más o menos interminables. Es una forma excepcional europea, como el Finnegans wake, para citar el texto célebre y casi imposible de James Joyce, pero tiene curiosas variantes en América Latina, como lo demuestran Paradiso, de José Lezama Lima; Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, o Umbral, de Juan Emar. Como ya dije al principio, Roberto Bolaño, además de cuentista, novelista, poeta, fue un caso literario, ¡y qué caso!

Jorge Edwards es escritor chileno.

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