Luz sobre Arabia Saudí
Parece que en Arabia Saudí se acaba el tiempo de la contemporización con el fanatismo islamista. Lo que comenzó siendo una imposición de EE UU a raíz del aciago 11-S se ha convertido en elemental precaución cuando la todopoderosa Casa de Saud ha entendido que sus miembros prominentes, por más alineados que estén con la interpretación rigorista del islam, figuran también entre los objetivos de Al Qaeda y el fundamentalismo armado. La opaca policía del régimen ha sugerido la semana pasada que entre los planes de una célula desarticulada cerca de la capital figuraba el asesinato de los príncipes Sultán y Nayef, ministros de Defensa e Interior, respectivamente, hermanos ambos del declinante rey Fahd y en su día declarados blancos públicos por Osama Bin Laden, para quien la monarquía del Golfo está irremisiblemente corrompida por su estrecha alianza de medio siglo con el imperio del mal.
Riad sigue negando casi dos años después la versión estadounidense según la cual los atentados del 11-S fueron posibles por el apoyo logístico, económico e ideológico saudí a sus perpetradores. Del voluminoso informe del Congreso sobre aquellos acontecimientos, divulgado esta semana, la Casa Blanca ha declarado secretas 28 páginas alusivas a la participación de gobiernos extranjeros en el compló. Presumiblemente apuntan a cómo altos funcionarios saudíes canalizaron millones de dólares que pudieron acabar en manos de los terroristas suicidas a través de organizaciones humanitarias y similares. Bush acaba de transmitir en Washington al ministro saudí de Exteriores -el mismo día en que un centenar de miembros de la Cámara de Representantes le pedían garantías de que Riad ha cortado efectivamente la financiación del extremismo- su negativa a desclasificar esa parte de la investigación, que el régimen árabe querría ver divulgada para poder defenderse.
Está fuera de duda que el terrorismo islamista globalizado tiene mucho que ver con el caldo de cultivo doctrinal y financiero emanado de la dictadura intolerante y feudal que es Arabia Saudí. Durante años, el reino del petróleo ha mantenido la tranquilidad interna y apaciguado su ambivalencia -prooccidental de puertas afuera y secretamente fundamentalista - subvencionando fanatismos exteriores en nombre de su extremo credo wahabita. Los muyaidin afganos, los talibán y grupos integristas en Asia central y África se han beneficiado de esa largueza. Miles de indoctrinados saudíes han participado en guerrillas islamistas en diferentes partes del mundo.
No es casualidad que las operaciones antiterroristas en curso, iniciadas tras los mortíferos atentados suicidas de mayo en Riad y en las que se suceden las detenciones y los enfrentamientos armados, incluyan el arresto de numerosos imames caracterizados por su virulencia predicadora y su incitación a la violencia en nombre de Dios. Las ciudades santas de La Meca y Medina no se libran de las redadas.
Los acontecimientos originados por los atentados contra las Torres Gemelas han llevado las relaciones entre Washington y su otrora aliado modelo en el golfo Pérsico -y depositario de las mayores reservas de petróleo conocidas- a una reconversión de final incierto. Si Riad quiere limpiar su nombre de conexiones sospechosas con el terrorismo islamista debe cooperar sin reservas en el esclarecimiento del papel que algunos saudíes, incluyendo personajes prominentes, pudieron tener en aquellos hechos. EEUU, por su parte, está obligado a hacer lo necesario para que sus ciudadanos y el resto del mundo conozcan las conclusiones a las que ha llegado su Parlamento sobre el eventual papel de gobiernos extranjeros en el 11-S. Eso exige la publicación de las 28 páginas famosas ahora censuradas.
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