La autonomía después de Aznar
Algunos sectores políticos piensan que la autonomía tras los Gobiernos del presidente Aznar se encuentra como dicen que quedaban los campos tras el paso de Atila. Pero, si analizamos con calma las dos últimas legislaturas, es muy difícil concluir que se haya producido un serio retroceso o un deterioro cualitativo. Se han producido, en cambio, otros dos fenómenos distintos que explican la extensión de la opinión crítica: la frustración de algunas expectativas de reformas autonómicas, que parecían muy necesarias y al alcance de la mano, por una parte, y la crisis de estrategia y ausencia de objetivos satisfactorios para los partidos nacionalistas; puede parecer lo mismo, pero no lo es, y conviene acertar en el análisis a las puertas de las próximas elecciones, porque las alternativas serán distintas.
En primer lugar, examinando la situación objetivamente, no es fácil demostrar un deterioro importante de la autonomía. En estos últimos años casi se han culminado los traspasos de servicios a las comunidades autónomas (decisivos en educación y sanidad especialmente), hasta el punto de que el número de funcionarios de las comunidades dobla en estos momentos al del Estado (48% de las comunidades por 24% de la Administración central). También se ha realizado una reforma de la financiación autonómica notable, avanzando tanto por la vía de la corresponsabilidad fiscal que ha sido aceptada por la unanimidad de las comunidades autónomas, de la misma manera que se ha renovado el concierto económico con el País Vasco y se ha reformado el régimen económico fiscal de Canarias, con plena satisfacción de los Gobiernos autónomos respectivos.
Es verdad que el Gobierno y la mayoría parlamentaria del PP han elaborado una serie de leyes y reglamentos neocentralistas, especialmente en materia educativa, pero también se han aprobado otras leyes muy correctas (en sanidad, por ejemplo), y, aunque predominen las primeras, no es para afirmar que se ha quebrado el sistema autonómico, ni siquiera que ha experimentado un gran retroceso. La orientación de un mayor centralismo en la última legislatura se parece más bien a la que sucede habitualmente en Estados Unidos cuando el Partido Demócrata sustituye al Republicano, o mejor (porque los criterios son más parecidos), a la que se realiza en Alemania cuando los democristianos desplazan a los socialdemócratas en la mayoría parlamentaria y en el Gobierno. El cambio de tendencia puede ser más o menos apreciable, pero no pone en peligro la estructura política descentralizada.
En cambio, existe una frustración, bastante generalizada, sobre el rumbo último de la autonomía, que tiene su explicación porque el Gobierno de Aznar se ha negado en redondo a iniciar reformas que parecían convenientes a sectores políticos diversos. La propia madurez del Estado autonómico (ampliación de competencias, reforma de financiación, consolidación de las instituciones autonómicas, etcétera) ha generado la necesidad de algunas grandes reformas estructurales para culminar la configuración política de las comunidades autónomas y la eficacia del sistema en su conjunto, y esta necesidad es compartida por algunas comunidades gobernadas por el PP, aunque no siempre lo digan en voz alta. Las tres grandes reformas cualitativas que han surgido con fuerza en la última década como resultado del propio sistema son: la participación de las comunidades autónomas en las decisiones de España como miembro de la Unión Europea, la institucionalización de las relaciones autonómicas de colaboración (conferencias, especialmente) y la reforma del Senado para permitir a las comunidades la participación en la legislación y en las grandes decisiones del Estado que les afectan.
Es imposible esbozar siquiera en este espacio el contenido de estas reformas, pero las tres llevan más de diez años en el primer plano. La participación de las comunidades en la posición de España en el Consejo Europeo apareció en 1992, cuando Alemania y Austria reformaron sus Constituciones en ese sentido y se intentó esbozar a través de la creación de la Conferencia para Asuntos Relacionados con las Comunidades Europeas en 1994, que el propio primer Gobierno del presidente Aznar elevó a rango de ley en 1996. Pero esta instancia no ha funcionado, y los progresos (representantes autonómicos en los comités de la Comisión, por ejemplo) han sido lentísimos, frente a la rapidez de los cambios comunitarios; cuando el año pasado se había logrado un acuerdo entre la mayoría de las comunidades autónomas para mejorar su participación, el propio Aznar desautorizó la reforma pactada por sus partidarios y se negó a cualquier participación con el peregrino argumento de que España no es federal.
La necesidad de institucionalizar las relaciones entre los 17 gobiernos autónomos y el central se reveló como imprescindible tras la ampliación de competencias en 1992, porque, al margen del color político de cada Gobierno, el buen funcionamiento del Estado requiere la articulación entre las instituciones centrales y las 17 comunidades autónomas. Las técnicas de colaboración, que alcanzaron un primer reconocimiento en la Ley 30/1992, necesitan un desarrollo tan claramente que condujeron hace dos años al ministro de Administraciones Públicas, Jesús Posada, al anuncio de una Ley de Cooperación Autonómica, finalmente frenada por el propio Gobierno. La reforma del Senado tiene una historia aún más frustrante. La primera decisión de la propia Cámara a favor de estudiar la reforma de la Constitución fue en otoño de 1994 y contó con los votos del PP (primer debate sobre el Estado autonómico tras la reforma del Reglamento), pero desde entonces el Partido Popular no sólo ha parado todas las iniciativas, sino que ha retrocedido hasta renunciar a la reforma constitucional del Senado.
Parece que en los tres casos la posición personal del presidente Aznar ha sido determinante para frenar las reformas, siguiendo una estrategia que podría apodarse "hastaaquí hemos llegado". Hay una línea clara de aceptar la estructura autonómica existente (y por eso los progresos en traspasos y financiación), pero se descarta todo atisbo de reforma cualitativa. La argumentación expuesta en varias ocasiones ("España no es un sistema federal") es meramente nominalista y no resiste una discusión seria sobre las necesidades actuales de las comunidades autónomas, que son organizaciones políticas equivalentes a los länder alemanes o austriacos y que, como ellos, precisan una articulación eficaz con las instituciones centrales. Lo de menos es la terminología federal o no; pero hasta ahora la posición del presidente actual ha sido decisiva.
Las tres reformas mencionadas son tan coherentes con el sistema autonómico y tan necesarias para las comunidades (¿qué serán en la nueva Unión Europea si no se refuerzan mutuamente y si no participan en las políticas estatales y comunitarias?), que el próximo presidente del Gobierno, tanto si es socialista como del PP, difícilmente podrá frenarlas, entre otras cosas, porque las propias comunidades gobernadas por su partido le empujarán a realizarlas.
A la desazón causada por el fracaso de estas reformas, necesarias e importantes, en las comunidades autónomas con partidos nacionalistas fuertes se añade otro tipo de frustración generada porque en la última legislatura apenas se ha profundizado en las vías más estimadas por los nacionalistas y, por el contrario, se ha impulsado un neonacionalismo español que, además, en el País Vasco aparece entretejido con problemas mucho más graves. Este último conflicto en sí mismo, y el más general de choque ideológico entre nacionalismos, contribuyen sin duda a la opinión de que la autonomía va mal, pero este enfoque nacionalista, que merece un tratamiento en otra ocasión, es muy diferente al de las reformas frustradas.
Eliseo Aja, catedrático de Derecho Constitucional, acaba de publicar la segunda edición de su libro El Estado autonómico, federalismo y hechos diferenciales (Alianza Editorial).
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