¿Puede la investigación sobre la muerte de Kelly ignorar los motivos de la guerra?
A lord Hutton le han pedido que haga lo imposible. Le han encomendado investigar las circunstancias que llevaron a la trágica muerte de David Kelly y, al mismo tiempo, le han advertido que no tenga en cuenta los sucesos que llevaron a la guerra en Irak. Haría falta una combinación del talento juicioso de Salomón y las habilidades de un ingeniero de precisión para que esas dos líneas de investigación se mantuvieran en compartimientos separados.
La serie de acontecimientos que llevaron hasta el último paseo de David Kelly podrían comenzar con su última reunión con el periodista de la BBC Andrew Gilligan, pero esa conversación acabó centrándose en si las razones para la guerra tenían una base científica. ¿Cómo puede esperarse que lord Hutton evalúe la importancia de esta reunión y se le impida expresar cualquier opinión sobre su contenido? Luego está la comparecencia de Kelly ante la Comisión de Investigación de Asuntos Exteriores. ¿Cómo va a evaluar lord Hutton el impacto que tuvo esa entrevista en el estado mental de Kelly sin reflejar la enorme divergencia entre la creencia extendida de que Sadam podía desplegar armas de destrucción masiva en 45 minutos y la declaración de Kelly ante la comisión de que era técnicamente imposible? Es todavía más difícil que lord Hutton ignore este aspecto teniendo en cuenta las declaraciones realizadas por Tom Mangold, amigo del científico, en las que afirmaba que Kelly y él se habían reído ante la afirmación de los 45 minutos.
El pueblo británico se merece una cultura política más respetuosa
Blair debería aceptar que el caso se someta a una investigación más profunda
Ningún juez, por muy eminente que sea, podría realizar un estudio completo y equilibrado de las presiones que dieron lugar a la muerte de Kelly e ignorar si sus reservas como científico estaban más cerca de la verdad que las estridentes afirmaciones de los políticos.
El Gobierno no ha cruzado el Rubicón todavía, pero está nadando a mitad de corriente. Por fin ha permitido que se lleve a cabo una investigación judicial, pero sigue aferrándose a la esperanza de poder mantenerla bajo su estricto control. Debería reconocer lo inevitable y aceptar que el caso se vea sometido a una investigación más profunda.
La pena es que no lo hiciera hace un par de meses, cuando se volvió evidente que no había podido encontrar ninguna verdadera arma de destrucción masiva. Si el Gobierno hubiera anunciado una investigación judicial a finales de mayo, habría ganado cierta credibilidad por su claridad y su voluntad de llegar al fondo de las razones por las que el Reino Unido fue a la guerra siguiendo un informe oficial que resultó ser falso. También podría haber evitado que Kelly se descubriera gratuitamente y las fatídicas presiones sufridas por ello.
Los peores escándalos políticos no derivan del error original, sino de los intentos de negarlo y de ocultar que haya habido un error. En este caso, el Gobierno optó por declararle la guerra abierta a la BBC para no tener que explicar por qué le había declarado la guerra a Irak. Se dedicó a denunciar el argumento de que sus afirmaciones habían sido elaboradas para evitar responder a la verdadera pregunta: si las afirmaciones en sí eran verdaderas. Su guerra con la BBC se ha saldado con la muerte de un eminente científico que durante la última década hizo más por el desarme real de Sadam que ningún otro miembro del Gobierno. Como consecuencia, esta semana la popularidad del Gobierno ha caído en picado entre la opinión pública, cosa que no habría pasado si hubiera optado por una investigación judicial desde el principio.
Pero en lugar de solicitar una investigación completa e independiente, Tony Blair se ha pasado los últimos dos meses afirmando con un gesto de sinceridad profunda que cada uno de los renglones del informe de septiembre era verdadero. El presidente norteamericano puede admitir que las acusaciones sobre el uranio de Níger eran infundadas, pero Tony Blair sigue insistiendo en que no lo eran. Esto es paradójico. La única esperanza que le queda al Gobierno para recuperar su credibilidad es salir de una vez de su estado de negación y aceptar que algunas de las acusaciones realizadas antes de la guerra han resultado ser infundadas desde que se inició el conflicto. Son las constantes declaraciones por parte de los ministros afirmando que el Gobierno no ha cometido ningún error lo que enfurece a la opinión pública y lo que choca con la realidad actual en Irak.
Tony Blair estuvo cerca de admitir su error en el entorno seguro y cómodo del Congreso, pero sólo alcanzó a emplear el condicional: "Si nos hubiéramos equivocado". Se acobarda a la hora de confesar al pueblo británico que ha podido equivocarse, por miedo a la reacción histérica de la oposición ante semejante asunción de error humano.
Y es entonces cuando nos encontramos con el problema fundamental de nuestra cultura política, que propició el clima perverso en el que tuvo lugar la tragedia de Kelly. Los políticos han perdido la capacidad de discutir los problemas de forma racional y desapasionada. En lugar de eso, nos encontramos con una preocupación destructiva hacia las personalidades y una retórica de debate que busca el sensacionalismo y que, por lo tanto, exagera el conflicto en lugar de buscar el consenso.
Yo, y estoy seguro de que muchos otros diputados también, sufrí este fin de semana al ver las repetidas imágenes de Kelly siendo interrogado por la Comisión de Investigación de Asuntos Exteriores. Dice mucho a favor de Andrew Mackinlay que haya expresado su arrepentimiento y lo cierto es que es la única persona de esta triste historia en haberse disculpado hasta el momento. Pero el verdadero problema es que la gente normal no envenena sus conversaciones cotidianas con el tono agresivo y la actitud desafiante que suelen verse en la política moderna. Se ha convertido en una barrera entre el Parlamento y la gente porque las personas honradas no se hablan entre sí de la forma en que los diputados se dirigen los unos a los otros.
Y los medios de comunicación forman parte de esa cultura destructiva y sensacionalista. Si Andrew Gilligan hubiera informado de forma comedida de que había algunos expertos que tenían reservas fundadas y científicas sobre el informe de septiembre, la historia de los últimos dos meses habría sido muy distinta. Quizás incluso habría realizado una contribución útil para encontrar los errores, en lugar de crear una monumental distracción sobre los mismos. En cambio, realizó un alegato sobre una conspiración dirigida a engañar, señaló a Alastair Campbell como el malo de la película y sazonó deliberadamente la historia con un lenguaje dirigido a llenar titulares.
La BBC tampoco puede lavarse las manos sobre su responsabilidad, porque contrató y alentó a Gilligan a provocar que se produjeran las noticias en lugar de informar sobre las mismas. Es necesario que se produzca una investigación judicial tanto sobre la justificación de la guerra como sobre las causas de la muerte de Kelly. Pero el pueblo británico también se merece una cultura política más respetuosa y una mayor madurez en las pautas de la información política.
Soy consciente de que ya hemos pasado por momentos sumamente trágicos. Tras la muerte prematura de John Smith, John Major hizo referencia a la necesidad de reducir la intensidad de los ataques personalizados. A la muerte de Diana, la princesa de Gales, Tony Blair solicitó una mayor empatía y comprensión en la vida pública. Así que no seré tan ingenuo como para pensar que las perspectivas de cambio son mejores en la actualidad.
Pero un hombre honrado y decente se perdió en medio de la lucha de los políticos y de la prensa por obtener algo de ventaja y murió por ello. Lo mejor que podríamos hacer para honrar la memoria de David Kelly es reflexionar en profundidad sobre las razones por las que nuestro oficio es tan destructivo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.