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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

En la ciénaga

El clima político que vive España cuando faltan apenas unos meses para las elecciones generales no puede ser más preocupante. La participación de España en la guerra de Irak -fundamentalmente política y diplomática durante la invasión y ahora abiertamente militar en la ocupación- está dejando un rastro de desencuentros y resentimientos, en el que destaca el protagonismo marcado por el talante personal de José María Aznar. El debate de ideas y el contraste entre opciones y programas, en cambio, es algo totalmente ajeno a estos momentos de la vida política española.

Con la mayoría absoluta se ha impuesto la descalificación permanente de las personas y de cualquier iniciativa de la oposición bajo el estilo autoritario de quien cree que la política es la destrucción sin contemplaciones del adversario. Nunca desde la presidencia del Gobierno se había alcanzado tal grado de animosidad y desprecio en el trato con la oposición. Todo vale en este juego, incluso tergiversar sin escrúpulos las palabras de los adversarios como hacen el propio Aznar y alguno de sus destacados ministros respecto de las propuestas autonómicas del PSOE y del PSC. ¿Es serio a estas alturas imputar a Rodríguez Zapatero simpatías con unas inexistentes veleidades separatistas de Maragall? ¿Hay democracia sin respeto?

Los síntomas de degradación empiezan por la ruptura de consensos básicos en política exterior durante la guerra y en defensa ahora en la etapa de ocupación y pacificación en las que se ha comprometido el Gobierno de Aznar sin consultar al Parlamento. Pero han sido el bloqueo de la Asamblea de Madrid y la laberíntica batalla jurídica en torno a la ilegalización del grupo parlamentario de Batasuna en el Parlamento vasco los elementos que más han contribuido a hacer de la política un mundo asfixiante que repele a los ciudadanos. El conflicto de la Comunidad de Madrid se ha convertido además en una pesada carga para el PSOE, lastrando así frente a un Gobierno desgastado las expectativas de refresco de la oposición. A Zapatero le faltaron reflejos y decisión en un primer momento, y ahora cualquier paso que dé quedará bajo la sospecha de la componenda. El PP no ha podido evitar, sin embargo, que el escándalo le salpicara: es difícil no ver en los aledaños del Partido Popular algunas terminales de la trama del ladrillo que ha provocado la crisis. Y el diseño hasta ahora impecable del dedazo de Aznar ha empezado a mostrar algunas grietas. Ni unos ni otros han sido capaces de aclarar los hechos y de acabar con un conflicto que sólo acrecienta la desconfianza entre gobernantes y gobernados.

La cuestión vasca sigue encallada, sin que el PP ni el PNV sean capaces de romper la escalada de enfrentamientos verbales y emprender conjuntamente la batalla final contra ETA. Las últimas elecciones y las encuestas de opinión confirman que los años de gobierno del PP -y en especial los de la mayoría absoluta- han tenido un efecto centrífugo en las nacionalidades históricas. En Cataluña, por ejemplo, es significativo el desplazamiento del electorado nacionalista hacia Esquerra Republicana y el crecimiento sensible de los partidarios de las reformas estatutarias que todos los partidos menos el PP llevan en sus programas. Aznar debería meditar sobre la diferencia de comportamiento del público catalán e incluso de las autoridades autonómicas en los Juegos Olímpicos de 1992 con los de estos días en los Campeonatos del Mundo de Natación al paso de los símbolos y ante los triunfos españoles.

En esta línea de conducta no puede sorprender el arrinconamiento del Parlamento por parte del Gobierno como si éste estuviera por encima de las leyes y tuviera derecho a eludir cualquier control. La negativa de Aznar a responder sobre las "mentiras" de la guerra de Irak; el incumplimiento del trámite parlamentario para enviar las tropas; el rechazo de una comisión de investigación sobre el accidente del Yak-42, o la politización creciente de la justicia a través de un fiscal general del Estado entregado al servicio del Gobierno, son algunos ejemplos de un deterioro institucional imparable y sumamente preocupante.

Dado el poder acumulado, es indudable que el principal responsable de que la política española se encuentre empantanada es Aznar. El inexplicable rencor que el presidente destila corre el riesgo de contaminar la escena política en el tiempo de gobierno que le queda. Tal como están las cosas, su salida, que afortunadamente ya es irreversible, es la única esperanza de recuperar el hilo de la convivencia democrática perdida. Cabe esperar que su sucesor a la candidatura a La Moncloa, sea quien sea, aunque esté tallado a su imagen y semejanza, rompa con esta penosa tendencia que ha tenido Aznar a creerse intocable, irresponsable y todopoderoso.

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