La miseria, caldo de cultivo del éxodo
MOLDAVIA. 33.843 kilómetros cuadrados. 4.434.500 habitantes (2002). Una esperanza de vida de 64,74 años. Un 95% de cristianos ortodoxos. Independiente de la URSS desde el 27 de agosto de 1991, ocho días después del golpe de Estado comunista contra la perestroika de Mijaíl Gorbachov.
Una renta per cápita de apenas 300 euros. Un 80% de la población que sobrevive con poco más de un euro al día, el mismo porcentaje que se estima que se halla por debajo del límite de la pobreza, el que marca la frontera de la supervivencia. Una economía demasiado centrada en la agricultura y dependiente de Rusia (a la que Moldavia debe más dinero del que jamás podrá pagar) para el suministro de petróleo, carbón y gas natural.
Una difícil posición geográfica, sin mar, con tres puntos cardinales que dan a Ucrania, y el otro (el Oeste), a Rumania. Una composición étnica complicada y conflictiva: mayoría de rumanos, pero también con ucranios, rusos y otras minorías. Una región, la del Transdniéster, con mayoría de rusos étnicos, prácticamente independiente, que fue motivo y escenario de una guerra en 1992, y con la herida abierta de una presencia militar rusa que parece imposible de eliminar.
Una evolución política complicada, marcada siempre por la inestabilidad y, con frecuencia, por las fuertes tensiones entre nacionalismos enfrentados (prorruso y prorrumano), y que ha llevado a la presidencia de la república, no sin fuerte contestación, a un comunista que, rara avis, se proclama como tal: Vladímir Voronin. El primero en toda la antigua Unión Soviética, aunque otros jefes de Estado actuales de países de la antigua superpotencia roja fueron en su día altos jerarcas del PCUS.
Se trata de un caldo de cultivo con muchos ingredientes explosivos, pero sobre todo uno que destaca por encima de todos los demás y que desafía cualquier optimismo provocado por el fuerte crecimiento económico: la miseria. Una miseria lacerante y escasamente mitigada, menos que en las otras repúblicas ex soviéticas, por la herencia comunista, escasa en lujos, pero con residuos de antiguos beneficios sociales (pensiones, educación, sanidad, vivienda...) que amortiguan el impacto del tránsito salvaje hacia el capitalismo y la economía de mercado.
Por eso, las huelgas y las protestas antigubernamentales, muchas veces causadas por el impago de los salarios durante meses y meses, marcan la agenda social de Moldavia en los últimos años.
De esa miseria, de esa falta de futuro, huyen miles de mujeres. La mayoría no encuentra ningún paraíso al otro lado de la frontera, ni en Rusia ni en los países del sur de Europa. Sólo explotación.
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