El robo de un nombre
El Cementerio Británico de Madrid es una diminuta joya inverosímil en el corazón de un barrio popular y bullicioso al sur del río Manzanares. Bajo árboles centenarios yacen allí familias de ingleses hace tiempo extinguidas, judíos centroeuropeos, rusos blancos, algún aristócrata alemán y otros muertos en su día amantes de la peculiaridad de aquel remanso de reposo muy frondoso y fresco en la linde del secarral manchego que hoy ya es ciudad abigarrada, nerviosa y cruel. Los muros que lo protegen no fueron ideados para semejante entorno. Hoy, vándalos y menesterosos lo asaltan para robar a los muertos lo único que les queda, una piedra con inscripciones hebreas o cirílicas o unos tristes hierros con forma de letra. Este verano he ido allá a visitar la tumba de mi padre, una modesta réplica de un gran panteón de inspiración masónica que se puede ver en el cementerio central de Viena. Y comprobé que a mi padre le han robado el nombre. Las letras de cobre o de latón, del Eckehardt Tertsch que allí enterramos y lo recordaban, deben estar en oferta por el rastro o en alguna quincallería.
Perdonaría al pobre miserable que salta los muros de un cementerio para buscar algo que convertir en dinero si no se me hubiera transformado en el máximo representante de la falta de piedad, no ya hacia los muertos, también hacia los vivos, que rige en las relaciones humanas, sociales y políticas en la actualidad. Por más que buceo en libros de historia, en biografías y en la literatura de décadas y siglos pasados, no logro encontrar encanallamiento semejante al actual en tiempos de paz y supuesto consenso triunfal de la democracia. Hay que hundirse mucho para tanta miseria. Se roban nombres de vivos y muertos, se venden y se compran. El presidente de la máxima potencia mundial ha robado el nombre a miles de seres humanos de los que nada sabemos salvo que están presos en Guantánamo u otras cárceles en EE UU, Afganistán o Irak. El flamante presidente -gracias al cielo y a las reglas aún vigentes en la UE tan sólo por seis meses- de esta Europa que se mece en la superioridad moral infinita, roba el nombre a quien osa criticarle y lo llama "kapo" en el Parlamento europeo. Y en Madrid, un escritor muy sensible roba el nombre a una diputada electa por no haber votado a favor de su cabeza de lista en la sesión de investidura en el Parlamento regional y la llama "rata". Con centenares de ratas corriendo por las alcantarillas comenzaba una película cuyo objetivo era robar el nombre a todos los judíos alemanes. La hizo un tal Joseph Goebbels, para nada un imbécil por cierto, figura muy mencionada en las últimas semanas en nuestro país. Bienvenidos sean todos a los años treinta del siglo pasado.
Los partidos tradicionales que han sido los pilares del sistema democrático en Europa occidental en la posguerra muestran síntomas de disolución, putrefacción y agonía. Y el vacío que crean la desconfianza, la perplejidad y el miedo de la ciudadanía lo llenan los triunfadores tan exentos de dudas como de escrúpulos. En Rusia, el presidente anuncia como programa la aniquilación sistemática de quienes considere sus enemigos, sin nombres. No es la primera vez. Y nadie se extraña. En EE UU se anuncian leyes para arrebatar más nombres a la ciudadanía. Y en Italia -perdón, en Europa- se preparan las maquinarias para liquidar nombre, fama, prestigio y buena reputación de aquellos que se avergüenzan de que la nueva Europa sea presidida con métodos de la Cosa Nostra.
Mientras, fuera del mundo feliz de la prosperidad en que vivimos aún los afortunados en este globo cada vez más pequeño, los nombres han sido abolidos por decreto o por necesidad. No tiene mucho sentido, al fin y al cabo, identificar las tumbas de millones de africanos que mueren de sida o a machetazos entre sí. Como tampoco lo tiene buscar el patronímico de los miles de ejecutados en China cada año.
Tranquilos, también suceden cosas en el mundo que son motivo de esperanza. Europa es más grande y no sufre en la actualidad guerra alguna. En Donosti se muestran contentos en un seminario de la universidad y la Asociación de Periodistas Europeos, quienes han logrado no tener berlusconis en su andadura democrática inicial. Y no es improbable que Berlusconi sea el primer presidente de la UE que acabe pagando en la cárcel sus desmanes. Pero el envilecimiento del trato personal en la res pública, la falta de piedad y de comprensión, obliga a pensar que podemos estar preparando nuevos tiempos de odio y miseria, de falta de leyes iguales para todos, es decir, falta de ley, y de sociedades desestructuradas de seres sin nombres, sin letras ni identidad. En ese sentido, el cementerio británico de Madrid es hoy un augurio plantado en el centro del mundo, una metáfora del disgusto junto al Manzanares.
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