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Lo que está en juego en Bagdad

No creo que haya que alegrarse de las dificultades que encuentra EE UU en Irak, ni resignarse a ello. Para algunos la tentación es grande. Bajo la mirada del Dios que invoca, George W. Bush ha proclamado sucesivamente su certeza de que los iraquíes tenían armas de destrucción masiva, que se disponían a utilizarlas en un futuro cercano y que tenían vínculos con los terroristas de Al Qaeda. Y el vicepresidente Dick Cheney añadió que el 11 de septiembre de 2001 los iraquíes no sólo fueron cómplices de una monstruosa agresión contra la superpotencia, sino que constituían un peligro inmediato para el conjunto de la humanidad.

Haciendo como si estas mentiras no fueran una indecente inmoralidad, algunas personas próximas al presidente reconocieron que, en efecto, habían cometido un "error táctico", añadiendo con cinismo que los servicios de información (la CIA) nunca daban lo que se les pedía. Mentir era la única forma de inaugurar una "audaz" política imperial en Oriente Próximo. Los británicos han sacado una conclusión de todo ello: la mayoría retira hoy su confianza en Tony Blair. Sin embargo, en Washingthon todavía no hay ningún senador que diga que el rey está desnudo y que Bush es un mentiroso.

Una vez señalado esto, hay que darse cuenta de que lo que ocurre en Irak es desastroso para todos. La alternativa es ahora el caos o la victoria de unas facciones peores que aquellas cuyos crímenes sirvieron para justificar esta guerra. Los estadounidenses y los británicos han despertado, fortalecido y armado un nuevo antioccidentalismo religioso mucho más vigoroso y al menos tan peligroso como era la ideología del "carnicero de Bagdad". Claro está, si las negociaciones en Oriente Próximo tienen futuro (y hay que reconocer que, sobre este problema, EE UU se involucra con una energía apasionada), entonces esta oleada de fanatismo antioccidental podría ser desviada o incluso totalmente repelida. A este respecto hay que denunciar la impostura de los comentaristas de la seudoencuesta realizada entre la opinión pública árabe y en la que aparece un deseo mayoritario de ver a Israel eliminado del mapa del mundo. La manipulación es demasiado evidente. Se ve muy bien lo que han querido significar los promotores y difusores de esta "encuesta de opinión". Ya que todo el mundo árabe desea la desaparición de Israel, ¿para qué puede servir el establecimiento de un compromiso con uno de los Estados que lo componen? ¿Para qué sirve hacer algo distinto a una guerra? Es una posición que conocemos bien. Siempre ha sido la de la derecha del Likud, de la extrema derecha religiosa y de algunos medios judeocristianos en EE UU. Posición que se ajusta a lo previsto y satisface a todos los extremistas árabes de Hamás, de Damasco y de Teherán.

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Aunque este sondeo hubiese sido realizado en unas condiciones válidas -lo que es prácticamente imposible-, sólo sería la instantánea de una turbulencia captada en su punto culminante, pero que agita, es necesario saberlo, las opiniones más versátiles del mundo. ¿Quién hizo la paz con Israel sino Sadat, un hombre que coqueteó con los nazis? ¿Quién es hoy el primer ministro palestino, alabado por todos? Abu Mazen, un hombre que hace no mucho defendía las tesis revisionistas de Garaudy. En cuanto a los marroquíes, esta encuesta afirma que un 99% es partidario de la erradicación del Estado hebreo. Suponiendo que esto sea cierto hoy, ¿cómo olvidar que aceptaron durante años la política moderada sobre Oriente Próximo de Hasán II? En cuanto a las diferentes actitudes de Menájem Beguin, de Isaac Shamir y hoy del propio Ariel Sharon, no merece la pena dedicarles mucho tiempo. De todos modos, los sondeos son una catástrofe mediática que nunca dejaré de denunciar. Volvamos a lo que ocurre en Irak. Si, por desgracia, el terrorismo suscitado por la ocupación anglo-estadounidense terminase por provocar una solidaridad de acción con los demás movimientos terroristas del mundo árabe y musulmán, entonces todos pasaríamos a estar concernidos y de nada habría servido que nosotros, los franceses, hayamos tomado respecto a los estadounidenses una posición que he considerado indiscutiblemente justa en el fondo, pero a menudo detestable en la forma. Es decir, que el combate legítimo contra el terrorismo y el islamismo al que George W. Bush llamó a los pueblos del mundo después del 11-S, incluidos sobre todo los pueblos árabes y musulmanes, en cierto modo va a autodestruirse.

Pensaba en todo esto al asistir a algunos coloquios, debates y conferencias sobre el comunitarismo, el islam de Francia, el éxito de los Hermanos Musulmanes, el Corán y la Constitución.

Francia, de forma tardía, toma conciencia de las consecuencias de una coexistencia con unos antiguos colonizados respecto a los que hubiese podido dotarse de los medios para convertir, como antaño, en franceses. Este debate es sano, permanente y, afortunadamente, se produce tanto entre los musulmanes de Francia como entre los franceses. Pero tiene lugar una verdadera carrera de velocidad entre la labor positiva que se realiza en nuestro país y en Europa y las desastrosas tendencias que engendran las convulsiones en Irak, en Oriente Próximo, en Irán y en otros lugares.

Queda lo fundamental que indiqué al principio, o sea, que no conviene complacerse en una letanía de reproches contra EE UU, salvo si uno es antiamericano a la antigua, es decir, como en la época en que la gente creía en una alternativa soviética. Personalmente nunca creí en ella y siempre consideré a EE UU como una gran nación. Así pues, afirmo que hoy hay que hacer todo lo posible para ayudar a los estadounidenses a salir del atolladero iraquí y tener éxito en Oriente Próximo. Es necesario que nuestra buena voluntad, nuestro realismo y nuestra imaginación lleguen al alma democrática del pueblo estadounidense. Como nos dicen todos los escritores y todos los artistas estadounidenses, todos aquellos que se oponen a esta opinión sólo sirven los intereses de Bush y de los suyos. Hay que recordar constantemente que todos fuimos estadounidenses el 11 de septiembre de 2001 y que comprendimos perfectamente el trauma que les lleva hoy, por desgracia, a este conformismo cobarde. La opinión pública estadounidense debería convencerse de que nunca olvidamos que Francia y EE UU tienen un enemigo común: el terrorismo islámico. Todo aquello que dificulta este combate es contrario a nuestros intereses en el Magreb y a los de los musulmanes de Francia.

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