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Columna
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La mala educación

Era obvio: aquello no era ni un partido de fútbol, ni un circo, ni una reunión de antiguos rivales de colegio en la que se ha bebido de más. No. Aquello que durante horas veía con el interés del observador de lo que sucede en su propio país, era el debate del estado de la nación. El observador buscaba con sus ojos y oídos -la televisión ofrecía íntegro ese servicio- la constatación de que se celebraba un acto importante de la democracia y, por tanto, para él mismo. Un acto del que se espera que unos seres civilizados que representan las diversas ideas y opiniones de los ciudadanos -los diputados- expongan sus diferentes puntos de vista, los contrasten y reflexionen en voz alta sobre los problemas colectivos y sus soluciones. Algo sencillo y habitual en las democracias. Algo mucho más exótico y sofisticado en las dictaduras.

El observador era un ciudadano con curiosidad por saber el uso que los diputados hacen de su voto, y así evaluar, sin demasiados intermediarios, el talante de la política del presente e intuir -las caras, los gestos, son también ilustrativos- por dónde van las cosas, qué cabe esperar. Dado que la coyuntura, cursi expresión de las circunstancias del presente, no parece especialmente estimulante, y que dentro de poco habrá que elegir un nuevo jefe del Gobierno, la curiosidad era mayor que en otras ocasiones. Aznar, eso ha dicho al menos, se va: se esperaba de él un balance y, como en casos normales de despedidas políticas parlamentarias, cierta emoción banal. Otro aliciente era ver desenvolverse al socialista Rodríguez Zapatero -en horas bajas por el gol madrileño- cuando empieza a perfilarse su hora de la verdad.

No se puede negar, pues, el interés general de la cosa. Me consta que no pocos jóvenes se apuntaron como observadores; la gente, aunque muy ocupada en estas fechas, no ha sido indiferente a lo que ha sucedido en el Congreso.

Lo ocurrido allí estuvo a la altura de lo que clava ante la televisión a los seguidores de Crónicas marcianas o bien Hotel Glam. Ese fue el gran acontecimiento. ¿Inesperado? No: previsible dado que la voz cantante la llevó José María Aznar, maestro del nuevo estilo de freaks políticos, lo más moderno, of course. ¿Política? Pues sí, evidentemente: las emociones fuertes, los sustos, los sobresaltos, el miedo, el horror, la mala educación, los insultos, los desplantes, el desprecio y la exhibición desvergonzada de los peores sentimientos, también son política. Claro que sí: política futurista, desinhibida, sin complejos, puro estilo Aznar. Un debate antológico, ciertamente. Como para exportar a Estados Unidos, por ejemplo.

Lo de menos, por tanto, fueron las explicaciones a los problemas colectivos, o la asunción de simples responsabilidades de lo que ocurre con los barcos, trenes y aviones, o con las guerras a las que acude España. Eso se diluyó en el mar de reproches que el Gobierno hizo a la oposición -a toda en general, y también de una en una- por no ver las cosas como las ve el Gobierno. Claro: la gente quedaba alucinada como con Matamoros, Latre, Aramis o Pocholo. El resultado: lo que quedó más claro, según las encuestas, es que a nadie le gusta estar de parte de los humillados y ese fue el forzoso papel de la oposición. Aznar lo logró.

Mentirosos, manipuladores, tramposos, corruptos, incompetentes, ineficaces, prepotentes, excluyentes, basura, contaminadores, desleales, antipatriotas, inútiles, falsos, hasta ¡maricones!... Camilo José Cela hubiera disfrutado con esa exhibición de desprecio y falta de respeto a la opinión ajena. ¿Muy español? En la periferia debemos tener la piel muy fina, pero ahí quedó, para la historia, la gran lección del debate, la herencia genuina de Aznar: todo vale. ¿Democracia, dice usted? Ya sabemos que la democracia puede ser dura, pero, desde luego, nunca será tan maleducada.

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