Los problemas del final de los problemas
Media España está angustiada con los precios de la vivienda, por el nivel que han alcanzado y porque no cesan de subir. Aunque la mayoría de los españoles tienen vivienda propia y, por tanto, podrían estar contentos, la angustia de los jóvenes a la hora de comprar su primera vivienda es compartida por padres, familiares y amigos. Muchos informes han reflejado el espectacular ascenso de los precios en España hasta el punto de que, en los últimos años, el aumento de los precios se ha comido prácticamente la rebaja en los tipos de interés que nos regaló el euro. La última alerta ha venido del gobernador del Banco de España al recordar que "el valor de los inmuebles podría haber sobrepasado los niveles coherentes con la trayectoria de sus determinantes".
Frente a todos, el ministro Rato ha declarado que "los precios de la vivienda en España no están artificialmente altos" y ha emprendido una campaña contra la idea de que hay una burbuja inmobiliaria en España. Como nadie puede pensar que Rato no vea lo que ve todo el mundo, hay que buscar la explicación en el miedo con que cualquier responsable de Economía ve acercarse el final de un modelo de crecimiento basado en el boom inmobiliario y en la explosión del endeudamiento de las familias. Y es que, cuando este patrón de crecimiento llegue al final, empezarán a aparecer las consecuencias negativas que acompañan al descenso de la burbuja. Cuando los precios de la vivienda empiecen a caer, la gente echará de menos lo bien que se vivía cuando subía de precio.
Si España hubiera seguido una senda de crecimiento equilibrado, con una política macroeconómica más prudente, también habría aumentado el precio de la vivienda, pero sin sufrir los problemas de la burbuja. Los problemas de la inmoderación, los que surgen de forzar la política macroeconómica para obtener resultados alegres en el corto plazo, son siempre dobles: unos surgen cuando se sube y los otros, cuando se baja. Y es que no es lo mismo pasar, poco a poco, año a año, de un nivel de 100 a un nivel de 130, que pasar primero de 100 a 200 para inmediatamente descender de 200 a 130. La inmoderación lleva a una subida innecesaria, con los costes de ese esfuerzo excepcional, y también a una bajada innecesaria, con el riesgo del batacazo.
En la fase de subida todos se quejan del aumento de los precios y del endeudamiento progresivo de las familias, pero no se debe olvidar que esa inflación lleva también a que los agentes económicos decidan invertir en nuevas viviendas y se expansione la construcción con efectos positivos sobre el empleo y sobre la actividad de otros sectores. Y aunque los jóvenes lo pasen mal, los resultados macroeconómicos son muy presentables. Sin embargo, en la fase de bajada, cuando las familias dejan de endeudarse y los precios empiezan a bajar, estos problemas se acaban; pero entonces se reducen las nuevas promociones, la actividad en la construcción se contrae, el desempleo aumenta, disminuye el crecimiento de la renta y del consumo con lo que aparecen unos problemas económicos más serios que los que se lamentaban antes.
Un ministro de Economía sabe esto mejor que nadie, sabe que la fase de subida de la burbuja tiene sus problemas, pero que los problemas que emergen cuando se acaban aquellos son mucho peores y, dado que las burbujas estallan en el momento en que la gente se da cuenta de su existencia, también se entiende que el ministro haya iniciado una campaña para negar la evidencia. Seguramente ahora ya no le queda más remedio que intentar convencer a los españoles de que no ha pasado lo que ha pasado, pero hay que recordarle que en su mano estuvo diseñar una política fiscal coherente con la política monetaria para alcanzar un nivel razonable y sostenible de precios de vivienda, de tal forma que estos hubieran crecido gradualmente en vez de subir sin mesura para luego sufrir los problemas de su caída.
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