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Columna
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El estado de la nación

Para conocer cuál es el estado de la nación, yo no me fijaría demasiado en el debate mantenido por nuestros políticos, estos días pasados, en el Parlamento. No pretendo afirmar que todo cuanto allí se ha discutido a lo largo de esas jornadas carezca de importancia. Al contrario. Estas controversias, aunque rara vez respondan a nuestras expectativas, le vienen muy bien a la política para airearse. Un parlamento discutiendo apasionadamente es uno de los grandes espectáculos de la democracia y sólo cabe lamentar que el hecho no se produzca entre nosotros con mayor frecuencia. Sin embargo, tengo la impresión de que los asuntos que allí se debaten pocas veces logran transmitir una idea cabal del país, al estar casi siempre faltos de detalle. La política, como la literatura, precisa del detalle para resultar verosímil. Quizá por ello, el ciudadano sigue habitualmente estas manifestaciones con una sensación de lejanía, al no sentirse identificado con ellas.

Para formarnos una idea de la realidad del país, sin duda resultaría más provechoso leer el sumario del caso Ardystil, cuya sentencia acaba de publicarse. En los pormenores de este asunto, encontraríamos, a buen seguro, una información de primera mano que nos permitiría conocer, sin adornos ni contemplaciones, el estado de la sociedad en que vivimos. No le propondré al lector que revise los quince mil folios del sumario, pues sería una tarea prolongada y, sobre todo, aburrida. Bastará, sin embargo, repasar las informaciones publicadas por los diarios durante los días en que se celebró el juicio para extraer de ellas un fresco que dibuje, con cierto relieve, el estado de la nación. Que esas estampas sean de diez o doce años atrás, no cambia en exceso las cosas: el país sigue siendo aproximadamente el mismo. Lo que hemos avanzado por un lado, ha venido a perderse por otro. Incluso, tal como ha evolucionado el mundo del trabajo, podría decirse que el capítulo de pérdidas se ha visto aumentado.

En esa pintura del caso Ardystil, descubrimos un país que se asoma poco a los periódicos porque las noticias que ofrece, salvo que sean dramáticas, no resultan llamativas. Vemos, de una parte, a unos empresarios codiciosos, irresponsables, nacidos al hilo de la economía sumergida, que es una práctica ampliamente aceptada entre nosotros. Junto a ellos, una inspección de Trabajo que rehuye sus obligaciones sin que la Administración alcance a advertirlo. Sobrevolando el conjunto, unas multinacionales que se lavan las manos. Finalmente, en el centro de la escena, unos protagonistas obligados a trabajar en unas condiciones que, de poder permitírselo, hubieran rechazado de inmediato por insoportables e insalubres. El resultado de todo ello son siete personas muertas y otras 70 que sufren diversas enfermedades pulmonares. No son los diez años que ha necesitado la Justicia para instruir el caso los que provocan nuestra pesadumbre ante el suceso. Ya sabemos que la Justicia es lenta y está mal organizada en el país. Lo que provoca nuestra aflicción es la sensación de desamparo que han vivido esas personas: la certeza de que, sin la presión y las manifestaciones de los afectados, el caso Ardystil se habría prolongado por un tiempo aún mayor, ante la indiferencia de la mayoría. Pero, sobre todo, lo que nos descorazona es la evidencia de estar administrados por una maquinaria que trata a los ciudadanos con la insensibilidad y prevención que uno sólo reservaría para sus enemigos.

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