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La solidaridad con Palestina

A principios de mayo estuve unos días en Seattle para dar unas conferencias. Durante mi estancia, cené una noche con los padres y la hermana de Rachel Corrie, que todavía no habían superado la conmoción del asesinato de su hija el 16 de marzo, en Gaza, por parte de un bulldozer israelí. El señor Corrie me dijo que él había manejado bulldozers, pero que el que mató de forma deliberada a su hija -por intentar proteger valientemente de la destrucción un hogar palestino en Rafah- era un monstruo de 60 toneladas diseñado especialmente por Caterpillar para demoler casas, una máquina mucho más grande que cualquiera de las que él había visto o manejado. En mi breve visita a los Corrie me impresionaron dos cosas. Una, el relato de su regreso a Estados Unidos con el cuerpo de su hija. Se apresuraron a llamar a sus dos senadoras, Patty Murray y Mary Cantwell, ambas demócratas, les contaron su historia y recibieron las expresiones de horror e indignación que eran de esperar, así como promesas de que habría una investigación. Cuando las dos senadoras volvieron a Washington, los Corrie no volvieron a saber nada de ellas, y la investigación prometida no se hizo realidad. Como era previsible, el lobby israelí les había explicado la realidad, y decidieron desentenderse. Una ciudadana estadounidense asesinada deliberadamente por los soldados de un Estado cliente de Estados Unidos no mereció ningún comentario oficial, ni siquiera la investigación de rigor que le habían prometido a su familia.

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Pero el segundo y principal aspecto que me llamó la atención de la historia de Rachel Corrie fue la acción de la joven en sí, heroica y digna. Nacida y educada en Olympia, una pequeña ciudad a 90 kilómetros al sur de Seattle, Rachel se incorporó al Movimiento Internacional de Solidaridad y fue a Gaza para apoyar a unos seres humanos que sufrían y con los que no había tenido ningún contacto hasta entonces. Las cartas que escribió a su familia son unos documentos extraordinarios que muestran su humanidad cotidiana y constituyen una lectura difícil y conmovedora, sobre todo cuando describe la amabilidad y el interés demostrados por todos los palestinos con los que habla, que la reciben claramente como a una más de los suyos porque vive igual que ellos, comparte sus vidas, sus preocupaciones y los horrores de la ocupación israelí, con sus terribles repercusiones incluso para los niños más pequeños. Comprende el destino de los refugiados y lo que considera el intento insidioso del Gobierno israelí de llevar a cabo una especie de genocidio al hacer la supervivencia prácticamente imposible para este grupo concreto de personas. Su solidaridad es tan emocionante que inspira a un reservista israelí llamado Danny, que se ha negado a servir en el Ejército, a escribirle para decir: "Está haciendo algo bueno. Le doy las gracias por ello".

Lo que se desprende de todas las cartas que escribió a su familia, y que posteriormente publicó The Guardian, es la asombrosa resistencia del pueblo palestino, seres humanos corrientes que se encuentran en una situación horrible, llena de sufrimientos y desesperación, pero que, aun así, siguen sobreviviendo. Hemos oído hablar tanto, en los últimos tiempos, de la Hoja de Ruta y las perspectivas de paz, que nos hemos olvidado del hecho fundamental, que es que los palestinos se han negado a capitular o rendirse, ni siquiera ante el castigo colectivo que les impone el poder conjunto de Estados Unidos e Israel. Ésa es la razón de que exista una Hoja de Ruta y de todos los llamados planes de paz anteriores; no que Estados Unidos, Israel y la comunidad internacional se hayan convencido, por motivos humanitarios, de que es preciso acabar con las muertes y la violencia. Si no somos conscientes de la fuerza que tiene la resistencia palestina (y no me refiero, en absoluto, a los atentados suicidas, que causan mucho más daño que beneficio), a pesar de sus fallos y sus errores, no entenderemos nada. Los palestinos siempre han constituido un problema para el proyecto sionista, y las supuestas soluciones que se han ofrecido, en vez de resolver el problema, le quitan importancia. La política oficial israelí, independientemente de que Ariel Sharon utilice la palabra "ocupación" o no, de que desmantele una o dos torres herrumbrosas o no, ha consistido siempre en no aceptar la realidad del pueblo palestino en pie de igualdad ni admitir que Israel ha violado constantemente sus derechos de forma escandalosa. Aunque, a lo largo de los años, ha habido valerosos israelíes que han intentado hacer frente a esa historia oculta, la mayoría de ellos y, según parece, la mayoría de los judíos estadounidenses, han hecho todos los esfuerzos posibles para negar, evitar o rechazar la realidad palestina. Por eso no se ha alcanzado la paz.

Además, la Hoja de Ruta no habla de justicia ni del castigo histórico impuesto al pueblo palestino desde hace demasiadas décadas. Sin embargo, lo que la labor de Rachel Corrie en Gaza reconocía era, precisamente, la gravedad y la densidad de la historia viva del pueblo palestino como comunidad nacional, no sólo como un grupo de refugiados que sufren privaciones. Con eso era con lo que mostraba su solidaridad. Y debemos recordar que ese tipo de solidaridad ya no la ofrecen sólo unas cuantas almas intrépidas repartidas aquí y allá, sino que se reconoce en todo el mundo. En los últimos seis meses he dado conferencias en cuatro continentes, ante miles de personas. Lo que les une a todas esas personas es Palestina, la lucha del pueblo palestino, que se ha convertido ya en sinónimo de emancipación y tolerancia, a pesar de todas las injurias cometidas contra ellos por sus enemigos.

Siempre que se informa de la realidad, se produce un reconocimiento inmediato, la expresión de la máxima solidaridad con la justicia de la causa palestina y la valiente lucha del pueblo palestino. Es extraordinario que, este año, Palestina fuera un tema central tanto en los encuentros antiglobalización de Porto Alegre como durante las conferencias de Davos y Ammán, es decir, en ambos extremos del espectro político mundial. Dado que los medios de comunicación estadounidenses administran a los ciudadanos una dieta espantosamente tendenciosa de ignorancia y distorsiones -en la que nunca se habla de la ocupación con las escabrosas descripciones que se utilizan para los atentados suicidas, el muro del apartheid que está construyendo Israel, de 8 metros de altura, 1,50 metros de espesor y 350 kilómetros de longitud, no aparece jamás en CNN y las grandes cadenas (ni se menciona, ni siquiera de pasada, en la prosa anodina de la Hoja de Ruta), ni se muestra el tormento diario que representan los crímenes de guerra, las destrucciones y humillaciones gratuitas, las mutilaciones, los derribos de casas, la destrucción del campo y las muertes que sufre la población civil palestina-, no es de extrañar que los estadounidenses, en general, tengan pésima opinión de los árabes y los palestinos. Al fin y al cabo, hay que recordar que los principales medios de comunicación, desde la izquierda progresista hasta la derechaalternativa, tienen una actitud unánimemente antiárabe, antimusulmana y antipalestina. No hay más que ver la pusilanimidad de la que hicieron gala durante los preparativos de una guerra ilegal e injusta contra Irak, la poca cobertura que recibieron los grandes perjuicios provocados en la sociedad iraquí por las sanciones y las noticias, relativamente escasas, sobre la inmensa corriente mundial de opinión contra la guerra. Prácticamente ningún periodista, salvo Helen Thomas, ha llamado la atención al Gobierno por las escandalosas mentiras y "verdades" fabricadas que se vertieron sobre Irak justo antes de la guerra, las afirmaciones de que constituía una amenaza militar inminente; igual que, ahora, los grandes medios eximen de responsabilidad a esos mismos propagandistas del Gobierno, cuyos "datos" cínicamente inventados y manipulados sobre las armas de destrucción masiva son ya una cosa olvidada o que se considera irrelevante, cuando se habla de la horrible situación, literalmente inexcusable, que ha creado con gran irresponsabilidad Estados Unidos para el pueblo de Irak. Por mucho que se acuse a Sadam Husein de ser un tirano cruel, cosa que era, es cierto que había proporcionado al pueblo de Irak la mejor infraestructura de servicios como agua, electricidad, sanidad y educación de todos los países árabes. No queda nada en pie.

No es extraño, pues -dado el extraordinario miedo a ser acusados de antisemitas por criticar a Israel en virtud de sus crímenes de guerra cotidianos contra civiles palestinos inocentes y desarmados, o de antiamericanos por criticar al Gobierno estadounidense por su guerra ilegal y la pésima gestión de su ocupación militar-, que la perniciosa campaña de los medios y el Gobierno contra la sociedad, la cultura, la historia y la mentalidad árabes, dirigida por propagandistas y orientalistas del Neandertal como Bernard Lewis y Daniel Pipes, nos haya llevado a demasiados de nosotros a creer que los árabes son verdaderamente un pueblo subdesarrollado, incompetente y maldito, y que, con todos los fallos en materia de democracia y desarrollo, los árabes son los únicos del mundo tan atrasados, retrógrados, anticuados y profundamente reaccionarios. Ha llegado el momento de recurrir a la dignidad y el pensamiento histórico crítico para examinar qué es cada cosa y separar la realidad de la propaganda.

Nadie puede negar que la mayoría de los países árabes están gobernados en la actualidad por regímenes impopulares, y que numerosos jóvenes pobres y desfavorecidos están expuestos a las tácticas implacables de la religión fundamentalista. Pero decir, como hace habitualmente The New York Times, que las sociedades árabes están totalmente controladas, y que no hay libertad de opinión, ni instituciones civiles, ni movimientos sociales de y para el pueblo, es mentir. Sean cuales sean las leyes de prensa, uno puede ir hoy al centro de Ammán y comprar un periódico del partido comunista a la vez que otro islamista; Egipto y Líbano están llenos de publicaciones que indican que en esas sociedades hay mucho más debate y discusión de lo que se cree; los canales de televisión por satélite rebosan de opiniones de una variedad vertiginosa; en todo el mundo árabe, las instituciones civiles están muy vivas, muchas veces relacionadas con los servicios sociales, los derechos humanos, los sindicatos y los organismos de investigación. Es preciso trabajar mucho más para alcanzar un nivel de democracia suficiente, pero estamos en el buen camino.

Sólo en Palestina existen más de mil ONG, y son esa vitalidad y esas actividades lo que ha permitido que la sociedad siguiera funcionando a pesar de los esfuerzos diarios de Estados Unidos e Israel para herirla, detenerla o mutilarla. En las peores circunstancias posibles, la sociedad palestina no está derrotada ni se ha derrumbado por completo. Los niños siguen yendo al colegio, los médicos y enfermeros siguen cuidando de sus pacientes, los hombres y mujeres van a trabajar, las organizaciones celebran sus reuniones y la gente sigue viviendo, y eso parece ser una ofensa para Sharon y los demás extremistas que no quieren más que ver a los palestinos en la cárcel u obligados a marcharse. La solución militar no ha servido de nada, ni nunca servirá. ¿Por qué no lo entienden los israelíes? Tenemos que ayudarles a que lo entiendan, no mediante atentados suicidas, sino con argumentos racionales, actos masivos de desobediencia civil y protestas organizadas en todas partes.

Lo que intento decir es que tenemos que pensar en el mundo árabe, en general, y Palestina, en particular, con más sentido crítico y un punto de vista más comparativo que los que sugieren libros tan superficiales y despreciativos como What Went Wrong, de Lewis, y las ignorantes afirmaciones de Paul Wolfowitz sobre la democratización del mundo árabe e islámico. Se piense lo que se piense de los árabes, hay que saber que poseen una dinámica activa producida por el hecho de ser personas reales que viven en una sociedad real, con todo tipo de corrientes y contracorrientes, que no pueden caricaturizarse simplemente como un hervidero de fanatismo violento. La lucha palestina por la justicia, especialmente, es una cosa que suscita la solidaridad, no críticas sin fin, un desaliento frustrado y exasperado o divisiones agobiantes. Recordemos la solidaridad mostrada en Estados Unidos y en todos los rincones de Latinoamérica, África, Europa, Asia y Australia, y recordemos que es una causa con la que se ha comprometido mucha gente, a pesar de las dificultades y los terribles obstáculos. ¿Por qué? Porque es una causa justa, un ideal noble, una búsqueda moral de la igualdad y los derechos humanos.

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