Sueños y conflictos
En medio de un calor sofocante y entre masas de turistas, que abarrotan como nunca Venecia, se ha inaugurado la 50ª edición de la histórica Bienal de artes plásticas, ya un poco más que centenaria. Como la temperatura y la gente, también el tinglado de la Bienal ha crecido desmesuradamente, porque no sólo ha desbordado su marco convencional de los Giardini di Castello y el más reciente de la muestra, antes llamada Aperto, en el Arsenale, sino que se extiende por toda la ciudad, a un lado y a otro del canal, con exposiciones de la propia organización y de muchos países y entidades comerciales, que aprovechan la ocasión para hacer propaganda de sus respectivas marcas políticas y económicas. Señalar, por tanto, que oficialmente están representados más de 330 artistas de todo el mundo es quedarse con menos de la mitad, porque Venecia arde estos días, sobre todo, con el termómetro del arte a la máxima temperatura.
"El espectador, o si se quiere el mercado, es un dictador de lo más ávido e implacable"
"Entre los jóvenes hay mucha mayor vitalidad en el arte emergente no occidental"
A partir de esta abrumadora plataforma promocional, ¿qué nos aporta esta edición que ha estado bajo la responsabilidad de Francesco Bonami, el cual ha repartido parte de la misma entre varios comisarios independientes, como Carlos Basualdo, Daniel Birnbaum, Catherine David, Hou Hanru, Gabriel Orozco, Gilane Tawadros, Igor Zabel, etcétera, una pequeña ONU? El propio título general de la muestra, Sueños y conflictos. La dictadura del espectador, es muy ilustrativo en relación con el estado de confusa ansiedad en el que se encuentra la actual promoción de las novedades artísticas, porque, por una parte, nos señala metas, mientras, por otra, las dificultades o los problemas para alcanzarlas. En cualquier caso, y al margen de la retórica, Bonami ha hecho un trabajo correcto, bastante aséptico y frío, quizá tan profesional como aburrido. Nada que ver ciertamente con las últimas versiones de la Bienal de Harald Szeeman, cuyas apasionadas decisiones ahora nos parecen como si hubiera sido el último concierto de un "viejo rockero", frente a la labor del "joven ejecutivo" de una acreditada multinacional que encarna Bonami.
Las diversas muestras, que se reparten entre el Pabellón Central de los Giardini, el Arsenale y el Museo Correr, por sólo citar las sedes más relevantes, engarzan un discurso para complacer a todas las tendencias críticas actuales, haciendo hincapié en el problema de las identidades, sean de género, de estamento social, de geopolítica o de antropología, donde hay muy pocos viejos maestros conocidos y muchísimos recién licenciados de Bellas Artes de todas partes del mundo, quizá porque el consumo de la novedad ha agotado todas las existencias del almacén. Aun así, nos encontramos con algunos dinosaurios melancólicos, como Mario Merz, Roman Opalka o los "sin edad" Art & Language, porque el copioso resto de los históricos se agrupa en la muestra de pintura del Correr y en esa panorámica están todos o casi todos. Siendo un clásico, pero no del jurásico, resplandece con brillo singular la obra de Richard Prince, que nos proporciona uno de los mejores momentos del monótono recorrido del Pabellón Central. En el extrarradio, hay que rendir asimismo un merecido homenaje a Ilya Kabakov, el cual, junto con su mujer, Emilia, nos ofrece una fascinante instalación, titulada Where is our place?, emplazada en la zona de la Giudeca. A partir de esta base, una vez más comprobamos que, entre los jóvenes, hay mucha mayor vitalidad en el arte emergente no occidental, en particular en el asiático, lo que se pone de manifiesto en la muestra Z.O.U./Zona de Urgencia, del comisario Hou Hanru, cuya selección nos aporta momentos de intensa vitalidad a través principalmente de los artistas chinos, siempre sorprendentes. No obstante, en las disciplinas académicas, como la pintura, el sello occidental sigue imprimiendo carácter, como se aprecia en la, por lo demás, convencional exposición De Rauschenberg a Murakami, 1964-2003. Por último, un momento particularmente interesante y divertido es el que nos muestra Estación Utopía, un maremágnum de propuestas heteróclitas plenas de humor no pocas veces sarcástico.
En cuanto a los pabellones nacionales, hay que señalar que siguen su curso de siempre, aunque quizá cada vez de una forma más anacrónica. Entre los "grandes" esta vez han salido mejor parados los pabellones de Alemania, con Candida Höfer y Martin Kippenberger; de Reino Unido, con Chris Ofili, y de Francia, con el refinado Jean-Marc Bustamante, mientras que el de EE UU de Norteamérica se viene abajo con un mediocre Fred Wilson, cuya pomposa retórica no supera el complejo del antiquísimo Tío Tom. Del larguísimo resto, yo destacaría los pabellones de Portugal, con Pedro Cabrita Reis; el de Canadá, con Jana Sterbak, y, si se me apura, el de España, donde Santiago Sierra se ha atrevido a hacer un número, que, a mi juicio, tiene más importancia por lo que supone de clausura de la propia idea de pabellón nacional que por la obviedad que denuncia sobre la inmigración.
Aunque hay ciertamente muchas más cosas que comentar que lo que da de sí una breve crónica de urgencia, esta Bienal confirma la expansión actual -el gigantismo- de los grandes tinglados del arte y el estado de incertidumbre crítica que atenaza hoy, no sé si propiamente a los artistas, pero sí, desde luego, a quienes gestionan en su nombre el arte. Y es que el "mundillo" del arte se ha convertido en una multinacional espectacular donde, en efecto, el espectador o, si se quiere, el mercado, es un dictador de lo más ávido e implacable, como lo son los agresivos jefes de venta, que hoy se autodenominan "comisarios independientes", quizá porque lo que defienden es su propio negocio.
Babelia
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