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Reportaje:VIAJE DE AUTOR

La playa de la montaña rusa

Puro Nueva York en Coney Island

Rafael Gumucio

A los cuatro años ella se perdió en las arenas de Coney Island comiendo una ciruela. En esa época era difícil ver arena en la playa más concurrida de Nueva York. El mar comenzaba al pie de los edificios de ladrillo y escaleras de incendio de Brooklyn. Los judíos rusos y polacos llegaron no muy lejos de ahí, en la isla Ellis, y como si atravesar la mitad del mundo les hubiese bastado para temer a las transmigraciones, se quedaron mirando el océano lo más cerca posible de su puerto de desembarco. Los que se han ido de Coney Island han vuelto, o han vuelto sus hijos. Ahí estudió, se casó, enviudó y murió su abuelo, en Brighton Beach, al final de la playa, el mar a un lado y el murmullo del tren sobrevolando los techos grises como entrañas de palomas al otro lado.

Balneario y suburbio, los mejores knishes de la ciudad, en Mrs. Stahl's. Ella, como muchos neoyorquinos, tiene sus raíces no en un pueblo, ni en el tronco de un árbol, ni en la cima de una catedral, como en Europa, sino en una playa un poco triste, y una montaña rusa cuya única gracia es estar montada en madera y ser susceptible de quemarse. El país más rico del mundo sabe como ningún otro conservar su pobreza.

Coney Island es bello porque es cutre, y es cutre de tan bello que es. A pesar de que tantas canciones cantan las alegrías melancólicas de Astroland (el parque de atracciones al final de la playa), de ese mar que mira la ciudad, o de esas ancianas que aún hablan ruso en el portal de sus edificios, el barrio no se ha convertido en atracción turística. Es de lo poco que en Nueva York no se muestra, ni sonríe. La playa es la misma que no perdona a los niños perdidos, sobre la madera del malecón una pareja compuesta por un puertorriqueño y una rubia sueca discuten qué hacer con el hijo que no quiere entrar en la Universidad. La costanera en que un anciano rabino jasid pasea de la mano de un niño negro, y un mexicano sudoroso reparte conejos de peluche a los que disparan en su stand del parque de atracciones.

Coney Island es la misma de siempre, aunque nunca nada es lo mismo en Nueva York. Nada es lo mismo porque aquí el cambio es la permanencia, la novedad el único monumento, la energía es lo único estable. Así que cuando los viejos rusos de Brighton Beach, llegados a comienzos del siglo pasado, ya habían aprendido inglés, cuando venían a morir bajo la bandera estrellada, llegaron los nuevos rusos. Judíos también, pero no tan pobres como sus predecesores. Hoy los portales de los viejos edificios de Brighton Beach están enchapados en dorados, y en los escaparates de las tiendas debajo del metro elevado (al estilo French Connection) se vende en cirílico toda suerte de mini componentes, bisutería, productos de belleza y vídeos en ruso. El restaurante sobre la playa, con rubias sonrientes, tiene conectada la televisión directo a canales de Moscú donde transmiten una teleserie histórica con dos bellas oficiales del Ejército Rojo hablando de amor. Miran de reojo los nuevos dueños del barrio, pecho descubierto, para mostrar el oro de sus collares y anillos. Anteojos oscuros, y -se rumorea- algunos muertos bajo el malecón. La mafia rusa no perdona. En el baño, una babuchac humana pide unas monedas por el papel higiénico.

Algodón de azúcar

Todo ha cambiado para permanecer igual. A la salida del Winter Garden, restaurante cien por ciento moscovita, ella me muestra su infancia. Vodka, Bork, la costanera en que compiten en una carrera silenciosa las sillas de ruedas de las gordas. A lo lejos, los veleros. Y aunque yo no me perdí como ella en esa playa, huelo el olor a su infancia como si fuese mi infancia. Esa tristeza que se llama infancia, esos juegos donde los padres te enseñan el miedo, el de la vieja casa del terror con el carro que casi no anda, los carruseles donde lloran niños de todos los colores, el barco pirata y las montañas de algodón de azúcar.

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No hay rusos ya en Astroland, con sólo recorrer 200 metros hemos cambiado de país. Estamos en uno que no existe, el de los recuerdos sin destinos, el del ruido, del rosado, y las fotos trucadas. Y, finalmente, una ultima gaviota sobre el metro elevado, y filas de afroamericanos entrando en la boca oscura y húmeda de la estación. Y de ahí, sobrevolar los techos de Brooklyn para celebrar una vez más que ella no se perdió en Coney Island, que yo la encontré en Brighton Beach.

- Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970), es autor de 'Memorias prematuras' y 'Comedia nupcial' (Debate).

GUÍA PRÁCTICA

Cómo llegar

- Coney Island es la última estación de la línea W del metro de Nueva York. También se puede ir en autobús. Toda la información se encuentra en la página de transporte público de la ciudad: www.mta.nyc.ny.us.

Información

- www.coneyislandusa.com.

- Oficina de turismo de Nueva York (001 212 484 12 22 y www.nycvisit.com). Está situada en el número 810 de la Séptima Avenida (entre las Calles 52 y 53).

- Parque de atracciones Astroland (001 718 372 02 75 y www.astroland.com). Precio de entrada, 16 euros.

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