Dos estilos
La campaña electoral de las municipales y autonómicas del proximo 25 de mayo se está haciendo, más que cualquier otra en el pasado, en clave nacional. A ello contribuyen, sin duda, factores como el desgaste del Partido Popular en el último año, con la huelga general, el desastre del Prestige y la guerra de Irak; la consolidación de Zapatero, que cierra la crisis de renovación del PSOE después de sus derrotas electorales, y la proximidad de unas elecciones generales en que Aznar ya no será candidato.
Efectivamente, estas elecciones tienen algo de primera vuelta de las generales de 2004. El PSOE está ante el desafío de volver a ganar, por fin, unos comicios de ámbito nacional. Y en este sentido son para Zapatero un importante test de futuro, pues necesita una victoria que haga creíbles sus opciones para 2004. Para el PP, la situación es distinta, porque no tiene en liza al candidato a la sucesión. Pero la apuesta de Aznar tiene algo de referéndum de despedida, y ello explica su afán en dar un tono nacional a la campaña. La victoria, aun mínima, e incluso el empate serían interpretados como un éxito personal de Aznar y permitirían al PP salir airoso de su año más difícil, además de hacer más llevadera la crisis sucesoria.
Todos estos desafíos e incertidumbres, la mayoría de ellos atribuibles exclusivamente a Aznar, por ser consecuencia de decisiones personales -su renuncia, la apuesta por el belicismo de Bush-, convierten estas elecciones en una buena muestra para las generales, quedando la política municipal muy en segundo plano. No es extraño, por ello, que los debates sobre las cuestiones locales se minimicen y se presenten como epifenómenos de la política nacional. Y a ello contribuye la falta de pudor con que el Gobierno utiliza el BOE y la mesa del Consejo de Ministros para, en plena campaña electoral, aprobar ayudas (a los damnificados por las inundaciones del Ebro y el Duero del pasado invierno) o tomar iniciativas legislativas hace tiempo esperadas (sobre familias numerosas y discapacitados).
Aznar ha querido que la campaña fuera suya, imprimiéndola un tono agresivo y antipático que recuerda su peor época de oposición. Sus constantes invocaciones al pasado socialista y la apelación al miedo, recuperando el discurso de las pensiones que tanto criticó cuando Felipe González lo usó en su contra, dan la medida de las dudas en las que se mueve Aznar. Y ello explica quizás su permanente referencia al problema del terrorismo, convencido de sus réditos electorales fuera del País Vasco. En su regreso al pasado ha llegado a recuperar una cantinela propia del discurso franquista: la España amenazada por la coalición radical de rojos y separatistas. Sólo le ha faltado invocar a la masonería.
Ante tan ruidoso espectáculo, es una bendición del cielo que José Luis Rodríguez Zapatero se haya creído que su secreto está en la fuerza tranquila y en la moderación de estilo. Habrá que ver la traducción electoral que ello tiene. Pero es un acierto que Zapatero intente convertirse, con su estilo calmado, en referente político del amplio sector de la sociedad civil que lleva un año protestando contra la arrogancia de Aznar. La sociedad española tiene ahora la ocasión de transformar políticamente sus inquietudes. El carácter nacional que Aznar y Zapatero han dado a la campaña debería ser un estímulo para hacerlo. ¿Aumentará la participación en las elecciones del próximo domingo o muchos de los que han hecho oír sus protestas durante el último año considerarán que no hay oferta que les merezca confianza y se quedarán en casa? ¿La guerra condicionará el voto o, pasadas las emociones fuertes, pesarán más los intereses de cada cual? Éstas son las incógnitas decisivas sobre los efectos de esta extraña campaña.
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