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Columna
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Ulises nunca regresó a casa

La noticia, dada por el poeta irlandés Derek Mahon (Belfast 1941), disgustará, creo, a poca gente. Resulta ser que Ulises no regresó nunca a casa. Quizá era algo conocido, pero es tan compacta y severa la convención erudita sobre el final feliz de la historia de la errancia de Ulises que el otro final, el verdadero, perduraba sólo como rumor o alusión acompañada de escalofríos. El señor Mahon ha decidido, felizmente, dar la noticia completa en un pulcro poema publicado en el suplemento literario de The Times (TLS) del 29 de noviembre de 2002. En efecto, Ulises no llegó nunca a regresar a casa. Sin embargo, los que desconfiaron siempre, entre los que me cuento, del final feliz, del reencuentro irreversible con el paciente amor doméstico, no parecen disponer de cualquier otra versión verosímil de cómo y dónde el errante Ulises vio declinar fama y vigor y envejeció, en suma. ¿Cómo pudo aceptar aburrida costumbre quien viera los monstruos del acantilado, soportara la ira divina y sobreviviera a tantos barcos rotos, o quien vivió en una gruta marina con una hechicera cuyo cuerpo aromáticos aceites hacían resbaladizo?

El poeta irlandés Derek Mahon ha revelado la historia. Homero se equivocó quizá por crédulo o más probablemente por codicioso
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Recuerdo que en los días de lluvia, con el cielo caído sobre chimeneas y terrados, en Dublín, hace ya tantos años, en la calle de Lower Baggot, cerca de la mantequería del Monumento, perdíamos tiempo, el señor Mahon y yo, discutiendo sobre el engaño del regreso de Ulises a su casa isleña. El circumspecto Louis S. Asekoff (Boston, circa 1939), vecino también del inmueble, conducía las enervantes ceremonias. Mostraba siempre una resuelta inclinación a considerar que el final feliz que hubiera supuesto el regreso era justamente preferible, aunque no fuera cierto, porque contenía la previsión de la posterior rutina del envejecimiento de Ulises. Éste, en efecto, habría pasado los días futuros en un perpetuo verano. Las tardes luminosas acogerían a la silenciosa pareja cada vez más atentos, cada uno, a los respectivos recuerdos de su vida anterior, de separación solitaria, que a la desabrida vigilancia de sus cuerpos mordidos por el tiempo. Ulises se habría vuelto jardinero. Y ella habría dejado finalmente de tejer. En opinión, pues, del señor Asekoff, la narración consecuente de la vejez de Ulises era imposible sin la de un regreso feliz. No resultaba entonces incorrecto advertir que, por debajo del prurito de exactitud estilística, el señor Asekoff manifestaba el propósito de conseguir este tipo de felicidad personal que, según se sabe, ha llegado a alcanzar en breves y sucesivas ocasiones.

Sin embargo, por aquellos días, ninguno de nosotros podía concebir historias alternativas al regreso a Ítaca de Ulises con detalles creíbles de su vida de viejo. No supimos ver entonces, como ahora, con tanta precisión, lo ha descrito el mismo señor Mahon, que Ulises, en un supuesto regreso, hubiera sido, en todo caso, el advertido timonel de su tenebroso naufragio. El pragmático señor Asekoff volvió mucho más tarde sobre la cuestión de la infelicidad doméstica en algunos de los poemas de sus dos libros, Dreams of a work (1994) y North Star (1997), en los cuales, extrañamente, hace alusión a lugares y personas del sur de Mallorca que podrían corresponder más precisamente a Felanitx.

El señor Mahon ha revelado finalmente la historia alternativa al falso regreso doméstico de Ulises. No parece discutible esta versión verdadera y a ella me remito. Homero se equivocó quizá por crédulo o más probablemente por codicioso. Aunque he hecho, desde aquellos años, esfuerzos para averiguar por qué la mentira triunfa siempre sobre la verdad, he de confesar que, ni de lejos, he llegado a la comprensión que de ello muestran mis lejanos amigos, especialmente, el señor Mahon. Mi oficio particular y, por supuesto, mis dotes personales carecen de la sutilidad necesaria para hacerlo. De hecho, estoy permanentemente tentado de abolir la posibilidad de alternativa entre verdad y mentira y aceptar que se trata inseparablemente de la misma cosa. Pero no es cierto. Por muy erudita y potente que sea la narración del regreso feliz de Ulises, no conseguirá que la perpetua demora de su vuelta a Ítaca no hubiera ocurrido. Puede ser, sin embargo, que la fuerza cultural de la elaborada mentira haya resultado mucho mayor que aquella verdad apagada y remota. Uno puede ser presa fácilmente de este tipo de voraz fantasma intersticial. Puesto que el señor Asekoff hace en alguno de sus poemas furtiva referencia a Felanitx, me permitiré mencionar el caso de uno de estos fantasmas, no en Felanitx pero sí acerca de Felanitx, que afectó una de las emociones más vibrantes que de mi primera adolescencia recuerdo. Es también, creo, un caso claro de la dificultad de discernir si lo que ocurrió en el pasado debería haber ocurrido, al menos tal como se recuerda.

Si ganaba aquel partido, el CF Felanitx se proclamaría campeón regional justamente contra la US Soledad, el equipo de una barriada de Palma, hasta entonces primer clasificado. Una decena de coches y un camión verde salieron al mediodía hacia Palma. Fue un partido tenso. Miquel Barceló (En Cordella), padre del actual pintor del mismo nombre, jugaba de defensa central. Le recuerdo subiendo la pelota, escorado hacia la banda izquierda, erguido, majestuoso, saliendo de un regate, mirando hacia la portería contraria. Le gritábamos, vehementes: "Ua, petit!". Fue él quien centró el balón dentro del área que saltó para rematar Quevedo de cabeza ante la salida a medias del portero. Fue sólo el principio. Ganó el Felanitx, 1-3. Mi tío, lacónico y tierno, agitaba al final un pañuelo blanco como las camisetas del equipo. Recuerdo la vuelta feliz y cómo sonaban los cláxones de goma al dejar atrás Porreres y enfilar la llegada al pueblo.

Hace unos años comenté a Miquel Barceló cuánto le había admirado entonces y cómo aún recordaba las escenas de la gesta. Estábamos en el café llamado Sa Recreativa, anochecía y no había más voces que las nuestras. Miquel me miró fijamente y acercó algo su rostro al mío. Noté en sus ojos una rara luz que se convirtió de inmediato en un persistente brillo de ternura. "Miquel", me dijo, "el partido estaba comprado. Habíamos tocado al portero, a un defensa, a dos medios y al extremo izquierda, aquel tan rápido, ¿te acuerdas?". "Sí", contesté. Fuera, un ligero viento difundía la noche por la minúscula plaza. De reojo, reconocí todavía a mi héroe. Rompí el silencio para agradecerle la información. Él manifestó que creía haber hecho bien en decírmelo, que no era ningún secreto y que era raro que yo no lo supiera. Y añadió: "Fuimos campeones aquel año". Con los restos desastrosos que me quedan de la voz que tuve antaño, asentí: "Sí, claro. Es verdad".

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