Terror en Riad
La rapidez con que Arabia Saudí ha atribuido a Al Qaeda el triple atentado suicida de Riad contrasta con la versión oficial que el reino saudí mantenía hasta hace muy poco tiempo, según la cual no había activistas de Osama Bin Laden en su territorio. La brutal reaparición de los terroristas islamistas, pocas horas antes de la llegada de Colin Powell a Riad, sugiere que para Al Qaeda no basta el anuncio estadounidense de que en los próximos meses evacuará del reino saudí la práctica totalidad de sus soldados y aviones. La semana pasada, Riad ya había desvelado la captura de un arsenal de armas y explosivos, en lo que parecían preparativos de un gran atentado como el cometido ayer, que arroja un balance de decenas de muertos.
Los ataques contra estadounidenses no son cosa de ayer en un país que los considera profanadores de sus santos lugares. El goteo no ha cesado desde la primera guerra del Golfo, y 1995 y 1996 fueron los años más sangrientos. Hace menos de dos semanas que Washington desaconsejó de nuevo a sus ciudadanos viajar al reino del petróleo. La degradada relación entre Washington y Riad debería verse aliviada tras la retirada de los soldados estadounidenses, inevitable tras el 11-S, y la evidencia de que la teocracia saudí es el vivero religioso y económico de buena parte del terrorismo fundamentalista islámico.
Pero la matanza de la capital saudí apunta como objetivo ampliado de Bin Laden y los suyos la desestabilización de una monarquía a la que consideran irremisiblemente corrompida por su estrecha alianza de medio siglo con el imperio del mal.
Bush ha declarado tras los atentados que la guerra contra el terrorismo continuará renovada. Pero
el presidente imperial se muestra especialmente receptivo a la peligrosa idea de que el poder de las armas produce por sí mismo estabilidad, cuando dista de estar claro que el impresionante despliegue militar en Irak vaya a disuadir a ningún fanático suicida de perpetrar una matanza como la de Riad o la que segó 200 vidas hace siete meses en Bali.
Estados Unidos es, sin duda, imprescindible en el objetivo de construir un mundo más seguro. Pero sus acciones a partir del 11-S no se han caracterizado por la prudencia. En Afganistán, la Casa Blanca no ha sabido combinar victoria y capacidad de reconstrucción política. En Irak, los signos no son alentadores. Washington ha de entender que el camino pasa por un compromiso que muestre a todos que la superpotencia es sensible a las grandes fallas mundiales, y que justicia y diplomacia son las herramientas para resolverlas.
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