Los hispanicidas
El alcalde de Lima, Luis Castañeda Lossio, ha hecho retirar entre gallos y medianoche la estatua ecuestre de Pizarro que durante muchos años cabalgó simbólicamente en una esquina de la Plaza de Armas, frente a Palacio de Gobierno, en un pequeño recuadro de cemento. Leo en un cable de agencia que, a juicio del burgomaestre, esta estatua era "lesiva a la peruanidad". El arquitecto Santiago Agurto, que llevaba ya años haciendo campaña para que se perpetrara este hispanicidio, se apresuró a cantar victoria: "Ese hombre a caballo con la espada desenvainada y el gesto violento dispuesto a matar, agrede a las personas. Como peruano, siento que es ofensivo por el aspecto que de Pizarro se elige perpetuar: el de Conquistador". Aquella placita, ya desbautizada, no se llamará más Pizarro sino Perú -naturalmente- y en lugar de la estatua del fundador de Lima lucirá en el futuro una gigantesca bandera del Tahuantinsuyo. Como esta bandera nunca existió cabe suponer que la está manufacturando a toda prisa algún artista autóctono y que la engalanará con muchos colorines para que resulte más folclórica.
La demagogia, cuando alcanza ciertos extremos, se vuelve poesía, humor negro, disparate patafísico, y, en vez de enojar, resulta divertida. Se habrá advertido que los dos protagonistas de esta historia ostentan apellidos españoles a más no poder (Lossio debe ser italiano) y que, por lo tanto, sin los huesos que acaban de pisotear, sus ancestros jamás hubieran llegado a ese país cuya estirpe tahuantisuyana (es decir, inca) reivindican como la única válida de la "peruanidad". Por lo demás, el indigenismo truculento que aletea detrás de lo que han hecho no es indio en absoluto, sino otra consecuencia directa de la llegada de los europeos a América, una ideología ya por fortuna trasnochada que hunde sus raíces en el romanticismo nacionalista y étnico del siglo XIX, y que en el Perú hicieron suya intelectuales impregnados de cultura europea (que habían leído no en quechua sino en español, italiano, francés e inglés). El de mejores lecturas entre esos indigenistas, el historiador Luis E. Valcárcel, un caballero de abolengo españolísimo, llegó a sostener que las iglesias y conventos coloniales debían ser destruidos pues representaban "el anti-Perú" (después, moderó sus furores antieuropeos y borró esta frase del libro en que la estampó). En lo que parece ser una constante, quienes de rato en rato han enarbolado en la historia del Perú este peruanismo hemipléjico, que pretende abolir la vertiente española y occidental de un país que José María Arguedas -alguien que sí podía hablar del Perú indio con conocimiento de causa- definió con mucho acierto como el de "Todas las Sangres", y fundar la nacionalidad peruana exclusivamente en el legado prehispánico, no han sido peruanos indios sino distraídos peruanos mestizos o peruanos de origen europeo que, al postular semejante idea tuerta y manca del Perú, perpetraban sin advertirlo una auto-inmolación pues se excluían y borraban ellos mismos de la realidad peruana.
En este caso la mezquindad no atañe sólo a la abolición de la vertiente española de la peruanidad. El alcalde de Lima parece ignorar que el Tahuantinsuyo representa apenas unos cien años de nuestro pasado, el tiempo de un suspiro en el curso de una historia que tiene más de diez mil años de antigüedad. La bandera que se va a inventar para que flamee en la Plaza Perú representará apenas a un segmento minúsculo del vasto abanico de culturas, civilizaciones y señoríos prehispánicos -entre ellos los mochicas, los chimús, los aymaras, los nazcas, los chancas, los puquinas y muchos más- que fueron sucediéndose en el tiempo, o mezclándose hasta que, con la llegada de los europeos, surgió, de ese encuentro violento y cargado de injusticias -como han surgido todas las naciones- la amalgama de razas, lenguas, tradiciones, creencias y costumbres que llamamos Perú. Ser tantas cosas a la vez puede serlo todo -una sociedad que entronca directa o indirectamente con el crucigrama de culturas diseminadas por el mundo, un verdadero microcosmos de la humanidad- o puede no ser nada, una mera ficción de provincianos confusos, si en ese entramado multirracial y multicultural que es nuestro país se pretende establecer una identidad excluyente, que afirmando como esencia de la peruanidad una sola de sus fuentes, repudie todas las demás. Parece asombroso tener que recordar a estas alturas de la evolución del mundo que el Tahuantinsuyo desapareció pronto hará quinientos años y que lo que queda de él está indisolublemente fundido y confundido con otros muchos ingredientes dentro de la historia y la realidad contemporánea del Perú. Lástima que los señores Castañeda Lossio y Agurto Calvo no tengan del Perú la noción generosa y ancha que tenían los Incas del Tahuantinsuyo. Ellos no eran nacionalistas y en vez de rechazar lo que no era incaico, lo incorporaban a su mundo multicultural: los dioses de los pueblos conquistados eran asimilados al Panteón cusqueño y desde entonces, al igual que los nuevos vasallos, formaban parte integrante del imperio incaico.
Pizarro y lo que llegó con él a nuestras costas -la lengua de Cervantes, la cultura occidental, Grecia y Roma, el cristianismo, el Renacimiento, la Ilustración, los Derechos del Hombre, la futura cultura democrática y liberal, etcétera- es un componente tan esencial e insustituible de la peruanidad como el Imperio de los Incas y no entenderlo así, si no es ignorancia crasa, es un sectarismo ideológico nacionalista tan crudo y fanático como el que proclamaba no hace mucho que ser alemán era ser ario puro o el que proclama en nuestros días que no ser musulmán es no ser árabe o que quien no es cristiano no es o no merece ser europeo. Si hay algo de veras lesivo a la peruanidad es este nacionalismo racista y cerril que asoma su fea cabeza detrás de la defenestración de la estatua de Francisco Pizarro, un personaje que, les guste o no les guste a los señores Castañeda Lossio y Agurto Calvo, es quien sentó las bases de lo que es el Perú y fundó no sólo Lima sino lo que ahora llamamos peruanidad.
No era un personaje simpático, sin duda, como no lo son los conquistadores por definición, y desde luego que su vida violenta y sus acciones beligerantes y a veces feroces, y las malas artes de que a menudo se valió para derrotar a los Incas deben ser recordadas, y criticadas por los historiadores, sin olvidar, eso sí,que buena parte de esa violencia que lo acompañó toda su vida y que sus acciones derramaron a su alrededor venía de los tiempos sanguinarios en que vivía y que idéntica violencia y ferocidad hicieron posible la construcción del Tahuantinsuyo en tan breve tiempo, una historia que, como todas las historias de los Imperios -el inca y el español entre ellos-, estuvo plagada de sangre, de injusticia, de traiciones y del sacrificio de incontables generaciones de inocentes. Está muy bien criticar a Pizarro y defender la libertad y la justicia y los derechos humanos no sólo en el presente, también en el pasado, aun para aquellos tiempos en que esas nociones no existían con su contenido y resonancias actuales. Pero a condición de no cegarse y asumir la realidad entera, no descomponiéndola y mutilándola artificialmente para bañarse de buena conciencia. Criticar a Pizarro y a los conquistadores, tratándose de peruanos, sólo es admisible como una autocrítica, y que debería ser muy severa y alargarse siempre hasta la actualidad pues muchos de los horrores de la Conquista y de la incorporación del Perú a la cultura occidental se siguen perpetuando hasta hoy y los perpetradores tienen no sólo apellidos españoles o europeos, sino también africanos, asiáticos, y a veces indios. No son los conquistadores de hace quinientos años los responsables de que en el Perú de nuestros días haya tanta miseria, tan espantosas desigualdades, tanta discriminación, ignorancia y explotación, sino peruanos vivitos y coleando de todas las razas y colores.
Escribo esta nota en Colombia, un país que, a diferencia del Perú, donde todavía se dan brotes de indigenismo tan obtuso como el que comento, ha asumido todo su pasado sin complejos de inferioridad, sin el menor resentimiento, y que por lo mismo está muy orgulloso de hablar en español -los bogotanos lo hablan muy bien, sea dicho de paso, y algunos colombianos lo escriben como los dioses- y de ser, gracias a su historia, un país moderno y occidental. El conquistador Jiménez de Quesada da su nombre a una de las más elegantes avenidas de la capital y en ella hay un monumento a su memoria no lejos del bonito edificio que es sede de la Academia de la Lengua y del Instituto Caro y Cuervo, un centro de estudios que es motivo de orgullo para todos quienes hablamos y escribimos en español. El alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, cuyo origen lituano nadie considera "lesivo a la colombianidad" (¿se dirá así?), en vez de descuajar estatuas de conquistadores e inventarse banderas chibchas, está modernizando y embelleciendo la ciudad de Bogotá -sigue en esto la política de su antecesor, el alcalde Enrique Peñalosa-, perfeccionando su sistema de transportes (ya excelente) y estimulando su vida cultural y artística de una manera ejemplar. Por ejemplo, incrementando la red de bibliotecas -BiblioRed- que el ex alcalde Peñalosa sembró en los barrios más deprimidos de la ciudad. Dediqué toda una mañana a recorrer tres de ellas, la de El Tintal, la de el Tunal y especialmente la envidiable Biblioteca Pública Virgilio Barco. Magníficamente diseñadas, funcionales, enriquecidas de videotecas, salas de exposiciones y auditorios donde hay todo el tiempo conferencias, conciertos, espectáculos teatrales, rodeadas de parques, estas bibliotecas se han convertido en algo mucho más importante que centros de lectura: en verdaderos ejes de la vida comunitaria de esos barrios humildes bogotanos, donde acuden las familias en todos sus tiempos libres porque en esos locales y en su entorno viejos, niños y jóvenes se entretienen, se informan, aprenden, sueñan, mejoran y se sienten partícipes de una empresa común. No le haría mal al hispanicida que en mala hora eligieron los limeños para poner al frente de la municipalidad de Lima darse una vuelta por Bogotá y, observando cómo cumple con sus deberes su colega colombiano, descubrir la diferencia que existe entre la demagogia y la responsabilidad, entre la cultura y la ignorancia y entre la altura de miras y la pequeñez.
© Mario Vargas Llosa, 2003. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2003.
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