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El bando triunfal

Vicente Molina Foix

¿Repartirá el Gobierno de Aznar a la policía una baraja española con el rostro de los 52 manifestantes anti-Bush sospechosos de no estar lo suficientemente en contra de Castro? Me parece que en el desbarajuste siguiente a la caída de Bagdad, en el que -desde luego- están sucediendo tragedias mayores, ese episodio de las cartas distribuidas a las fuerzas de ocupación para que, mientras juegan al póquer en los descansos, se les queden las caras de los hombres most wanted, ha pasado un poco desapercibido. Espero no ser el único al que le resulta una humillante, injuriosa, prepotente -aunque grotesca- manera de establecer un protectorado amistoso (todo en esta guerra ha sido friendly: el fuego a diestro y siniestro, los cigarrillos al vencido, y ahora las barajas de pega o chiste). La alegoría del western no puede ser más perfecta: en los saloons de la tropa, el sheriff reparte a los buenos de la película las fotografías de los cuatreros que hay que pillar, vivos o muertos. Cuando escribo han caído ya quince, y eso que aún no han llegado las rubias con falda de volantes que suelen amenizar tales partidas con sus canciones picantes.

Pero la guerra no sólo ha terminado triunfalmente para las tropas anglo-americanas. En nuestro país hay gente interesada en que la victoria de la coalición sea también la derrota de la verdad, el silencio de unas palabras de protesta moral y denuncia legal que, por el contrario, deben seguir vigentes más allá de la campaña militar. En los prolegómenos, el Gobierno español mandó un barco lento y humanitario, cargado -uno sospecha- de desinfectantes para lavarse las manos y toallas para secárselas, como hizo aquel otro gobernante neutral de la antigüedad. Mientras el buque viajaba y las víctimas caían a cientos, Aznar y sus ministros perfeccionaron el arte de la falsificación, que ha alcanzado en esta contienda un nivel equiparable al de los más famosos estafadores y ventajistas de Montecarlo o Las Vegas. La guerra, denominada conflicto, aparecía así en los discursos, declaraciones y respuestas parlamentarias del Partido Popular como un lamentable pero inevitable cataclismo de la naturaleza: algo parecido a una riada fortuita o devastador incendio del que nadie, excepto quizá las orillas del Tigris (por estar allí donde están, las muy imprudentes) o las propias palmeras (que tienen la mala costumbre de arder a la menor provocación fogosa), era responsable. Por eso Aznar, en el apogeo del cinismo, pudo decir que también él habría contestado "no a la guerra" de habérsele preguntado en la encuesta, y por eso Ana Botella confesó no tener remordimientos por los niños muertos y mutilados; los tres aliados principales del "conflicto" no han declarado ni por tanto hecho ninguna guerra, sino, a lo sumo, fueron compasivamente a Irak a apagar el fuego que unos pirómanos fanfarrones habían iniciado en su propia tierra. Por cierto que aún no han sido encontradas las cerillas, antorchas y combustibles utilizados por esos desalmados, pero hay esperanzas de que, por muy inservibles que sean, algún día aparecerán.

Ahora llegan las elecciones en nuestro país, y el PP, no-cómplice de un conflicto que en realidad no ha sucedido, arremete contra la oposición política y ciudadana, desafiándola en los campos donde sí hay guerras de verdad (la del siniestro Fidel en Cuba les ha venido al pelo). Según esa desvergonzada, oportunista y perversa argumentación del PP, aquellos que nos manifestamos opuestos a la guerra (aprovechados o, en el mejor de los casos, ingenuos de buena voluntad y tontos útiles al comunismo), tendríamos que demostrar nuestras credenciales de repartida indignación democrática. La apenas encubierta finalidad del argumento es evidente: difuminar el criminal belicismo angloamericano en aras del triunfo, como si la terminación de los combates hiciera automáticamente caducar la culpa moral del agresor victorioso. En esta amarga posguerra preelectoral conviene insistir en que, junto a la reconstrucción de un Irak devastado por las bombas, hay otra labor pendiente para los ciudadanos de los distintos países que hemos sufrido esta guerra a distancia, con angustia y desde la impotencia: la conservación del sentido veraz de las palabras, que también se pretende destruir con fétidas bombas de humo y proyectiles de fragmentación.

Un comando de ayuda en estas estratagemas de Aznar ha dejado oír su voz en el armisticio. Me refiero al grupo de profesores, escritores y altos cargos de designación gubernamental que hace ya días publicó, bajo el bastante ñoño título de Democracia sin ira, un manifiesto redactado con contención, buenos modales y el expreso deseo final, rimbombante, de que nuestra "democracia fuerte siga siendo una democracia sin ira". Aunque el texto, compuesto de siete apartados, carece de la chulería aznarista, no por ello deja de situarse en el mismo sistema de disimulo y travestimiento de la verdad que esta terrible guerra ha provocado en España entre los que la favorecieron o secundaron.

Repasemos los principales engaños del manifiesto. En el primer epígrafe se dice que "no toda guerra es siempre inmoral o ilegítima", y que "no se puede afirmar que toda intervención armada sea impropia de naciones civilizadas". Así es efectivamente. Lo que, de manera innegable, sostenemos quienes nos opusimos es que esta guerra sí lo fue, por la unilateralidad, falta de motivos acuciantes, desproporción armada y perniciosos efectos colaterales que iba a tener. En el mismo sentido, el segundo apartado empieza con una falacia que el desarrollo de la guerra ha puesto en evidencia: "El régimen iraquí supone una amenaza para el conjunto de la comunidad internacional", tratando a continuación sus inspiradores de introducir atravesadamente el "tema" español: "España no podría ya permanecer al margen de los inevitables posicionamientos

internacionales, aunque lo quisiera". Lo que queríamos más del 90% de los españoles era, precisamente, el "posicionamiento" contrario, no el permanecer al margen, como han demostrado los millones de manifestantes antiguerra.

El punto cuarto no se sabe si es fruto del despiste o del escarnio; tras acusar a Sadam Husein de situarse "al margen de la ley internacional", tan flagrantemente violada por la coalición anglo-americana, termina con la amonestación paternalista de que "ningún demócrata" manifestante acabe "colocándose en la defensa tácita de un régimen tiránico", colocación que en ninguno de los numerosísimos actos públicos, artículos escritos y eslóganes voceados se ha visto. Dentro del mismo terreno legalista, el epígrafe quinto insiste en la "legitimidad" del Gobierno al apoyar la campaña bélica emprendida por Estados Unidos, pasando por alto que no toda decisión de un Gobierno legitimado por las urnas es -de facto- justa o siquiera legal. La elección democrática no convierte a los electos en sujetos libres de tomar decisiones fundamentales que ponen en riesgo el bien común y contradicen la voluntad de la inmensa mayoría.

Especialmente significativo -y en clara sintonía pepeísta- es el punto sexto de Democracia sin ira, donde se trata de echar una "sombra de imprudencia" sobre quienes, a la hora de protestar en la calle, no controlaron escrupulosamente lo que el vecino de manifestación gritaba o llevaba en su pancarta. Confieso aquí, a título personal, que no me gustó nada, en efecto, ver el día 15 de marzo a unos chicos con el póster del Che Guevara, un falso ídolo del progreso revolucionario, y mucho menos que, en otro acto posterior, uno de los oradores del "No a la guerra" llevase una camiseta de apoyo al clausurado periódico Egunkaria, causa por la que jamás derramaría mis lágrimas, que reservo para las víctimas de ETA. Ahora bien, cuando uno sale a la calle a manifestar su indignación y lo hace rodeado de cientos de miles de conciudadanos, los detalles de filiación, credo, opción sexual o atuendo resultan secundarios, unidos todos en la causa esencial que les moviliza. También iban a mi lado, por ejemplo, en las dos grandes concentraciones madrileñas, un señor con una medallita de la Inmaculada Concepción, dogma que no comparto, y unas señoras con elegantes abrigos de piel, y no por ello le pedí al señor que se abstuviera de exhibir símbolos oscurantistas, ni los ecologistas que marchaban detrás estropearon con aerosoles el visón de las damas del barrio de Salamanca.

El manifiesto se cierra con un séptimo punto de apelación a la concordia que sería impecable si el "actual encrespamiento de los ánimos y el ambiente creado por los disturbios" mencionado no sonara a frase sesgada. Poniendo el énfasis en un solo lado, los redactores de Democracia sin ira están obviando que el Gobierno fue el verdadero y único encrespador de los ánimos nacionales y -con su defensa más que tácita de la guerra- el instigador de los "disturbios" que han causado de momento en Irak casi 4.000 muertos (más, recuérdese, que los del 11-S).

Entre los firmantes de ese manifiesto había, lo digo con pena, seis o siete personas que admiro y personalmente aprecio, incluyendo entre ellas, desde luego, a Mario Vargas Llosa; la firma del gran escritor peruano me sorprende, además, puesto que le he oído y leído recientemente opiniones contundentes y muy inteligentes en contra, así lo entendí yo, de la "cruzada" emprendida por George Bush Jr. Otro escritor que admiro muchísimo menos, Ignacio Sánchez Cámara, publicaba días después de la aparición de Democracia sin ira un artículo bastante truculento sobre uno de los motivos preferidos por la propaganda del régimen, el de las "dos Españas" (la liberal y la socio-comunista) y el odio generado por la "deriva totalitaria de la izquierda radical". No estoy seguro de ser un radical de izquierdas, ni soy consciente de ir en ninguna deriva, pero sí, lo manifiesto sin ira, estuve en las marchas y actos de protesta contra la guerra, incluido el que acabó con la brutal agresión policial de los pacíficos asistentes a un concierto / lectura en la Puerta del Sol. Para el citado articulista, la izquierda española "ha hecho botellón", primando en estas reuniones multitudinarias "el abuso de la litrona intelectual". Me parece cuando menos imprudente el uso de la metáfora alcohólica en ese contexto. Quizá los intelectuales contrarios a la toma de posición bélica del Gobierno hayan compartido el calimocho callejero; lo que no han hecho es practicar el "tocomocho" verbal y, de ningún modo, asistir impasibles al vertido de otro líquido más denso y con fecha de caducidad inextinguible: la sangre de los inocentes.

Vicente Molina Foix es escritor.

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