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Terminar con el embargo

El régimen cubano ha retornado al viejo paredón. Fusilar a tres infelices que secuestraron una modesta lancha de paseo para escapar de la isla hacia la libertad es un atentado que supera lo imaginable en estos tiempos. Particularmente si se advierte que el episodio es la culminación de una escalada represiva, que apuntó a descabezar una oposición en veloz crecimiento y a la que le han tirado por encima interminables cautiverios.

Hace más de 30 años, la horrorosa ceremonia de auto-confesión de Heberto Padilla asqueó a lo más refulgente de aquella intelectualidad europea que, encabezada por Sartre, había visto en la revolución una luz redentora. Mantuvo, sin embargo, un núcleo duro de defensores, herederos del viejo comunismo o pasionales antinorteamericanos que preferían justificar una cruel dictadura a ver apagada la llama de ese odio atávico. Hoy, hasta Saramago, el brillante escritor portugués que se mantenía fiel a su vieja adhesión, ha dicho que "no va más". Son muy pocos quienes se atreven a poner su rostro para defender estos horrores, pero no hay que engañarse: si Estados Unidos sigue dándoles pretextos, ya volverán a resonar muchas voces que hoy se esconden en el silencio. Y hasta habrá quienes se arrepientan de haber cuestionado esos atentados a la vida y a la libertad.

Es muy curiosa la fascinación que el poder absoluto posee, y muy especialmente cuando se adorna con los relumbrones de un origen revolucionario. Pero ¿de qué revolución puede hablarse cuando se trata de un régimen que hace 44 años que está en el poder con el mismo jefe absoluto al frente, con el mismo partido único, con los mismos diarios únicos y la misma televisión única?

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El desafío es justamente ¿cómo lograr que el régimen se abra? ¿Cómo darle la posibilidad de una liberación, aunque sea gradual, a un pueblo oprimido y aterrorizado, que sabe que no puede rebelarse? Allí no falta valor, pues miles son los que han muerto tratando de cruzar el trozo de mar Caribe que les separaba de la libertad. No es posible olvidar el episodio de 199l, cuando dos mil cubanos se lanzaron literalmente al agua para llegar a la costa norteamericana en una nueva versión del "éxodo del Mariel", en el que -una década antes- 10.000 personas se abalanzaron sobre una Embajada para desesperadamente huir.

Parecería llegada la hora de terminar con el famoso embargo, que formalmente impide que Cuba y EE UU comercien directamente. Después de tantos años de fracaso, se impone un cambio de estrategia.

En los tiempos que corren, el embargo significa bastante poco en términos económicos. En los primeros tiempos de la revolución, con maquinaria norteamericana y necesidad de repuestos de ese origen, pesó. Pero diez años después Cuba se había trasladado a la tecnología de Europa del Este, y en los años setenta el propio Fidel se mostraba a sí mismo vencedor del capitalismo. La maquinaria había cambiado de origen y Cuba podía negociar libremente con el mundo entero. Como puede hacerlo aún hoy. ¿Qué tiene EE UU que no puedan proveer Japón o Alemania, España o Francia? ¿No ha recogido importante inversión extranjera, especialmente española, en el ramo turístico? ¿No compra su petróleo en Venezuela en condiciones no tan privilegiadas como las que tuvo en su tiempo con la difunta Unión Soviética, pero sin duda más favorables que en el mercado abierto?

Todo puede comprarse y todo puede venderse. La propia Rusia, proveedora de muchos equipamientos, puede perfectamente vender repuestos y ofrecer la asistencia técnica que se quiera. Naturalmente, ahora hay que pagarla, y allí está el problema para una Cuba a la que se le han ido cayendo, uno tras otro, los eslóganes de los sucesivos milagros que intentó. Por eso es que en las tiendas para turistas se encuentra de todo, incluso norteamericano, pero allí sólo se recibe moneda extranjera, justamente la que ningún cubano tiene en sus bolsillos.

El famoso embargo, entonces, sólo tiene en este momento un beneficiario, que es el régimen. A él le sirve de coartada para encubrir la ineficiencia que impregna su economía toda, el despilfarro de los años que pasó intentando sustituir el cultivo azucarero y la explotación turística para terminar en lo mismo de siempre. Los 100.000 millones de dólares en que se estima el subsidio que recibió de la Unión Soviética, a lo largo de más de tres décadas, sirvieron para montar una infraestructura sanitaria y escolar, pero hoy hasta esos mismos servicios están resentidos por la insuficiencia de medios para mantenerlos funcionando a plenitud.

El problema es que la comunidad cubano-norteamericana es muy importante en Florida y New Jersey e hizo del embargo un emblema de lucha contra la dictadura. Pero después de tantos años, ¿no advierte que es inefectivo para debilitar el régimen? ¿No asume que éste lo único que posee para sustentarse publicitariamente es envolverse en el ropaje de la víctima perseguida por la superpotencia, envuelto en la bandera de la pequeña nación acosada?

Esa comunidad ha hecho milagros en el exilio. Ha luchado, ha prosperado, incluso le ha inyectado al Estado de Florida una dinámica propia. La vieja teoría del desafío ante la adversidad como motor del avance de los pueblos tiene aquí un magnífico ejemplo. Hoy por hoy, esa comunidad representa el mayor producto de exportación cubana, pues sus envíos de dinero, para mantener familiares y amistades, rinde más que el azúcar o el tabaco. Alguna gente está proponiendo estos días cortar estas remesas: sería un atentado contra la gente y un golpe de gracia a esa disidencia que sólo ha podido literalmente sobrevivir, comer, vestirse, por ese apoyo externo proveniente de EE UU.

Se comprende la pasión de ese mundo cubano norteamericano. Pero ese sentimiento hay que decantarlo hacia un gran ventarrón que comience por quitar de las manos del régimen la bandera del pequeño David frente a Goliat. Levantar el embargo casi seguramente no cambiará demasiado las cosas, pero eliminaría un argumento que se ha esgrimido con notable eficacia publicitaria y permitiría a la comunidad internacional enfrentar el tema con más objetividad. No habrá argumento visible para que la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas efectivamente imponga su presencia en la isla a partir de una votación rotunda que hoy, desgraciadamente, no se alcanza. Se podrá decir que en este momento levantar el embargo sería premiar el retroceso en las libertades, pero a su vez podremos siempre contestar que él, en cuanto pueda operar, sólo beneficiará a ese sufrido pueblo amordazado.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.

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