El rostro de las FARC
El asesinato por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de 10 de sus rehenes muestra el rostro verdadero de una organización comprometida en un tiempo muy remoto con una cierta idea de la justicia social y que hoy es una banda terrorista más. Dos de las víctimas eran el gobernador del departamento de Antioquia, Guillermo Gaviria, y el ex ministro de Defensa Gilberto Echeverri, secuestrados hace poco más de un año cuando encabezaban una marcha pacífica. Ambos estaban comprometidos con la no violencia y creían en una salida negociada a uno de los conflictos más antiguos y sangrientos del planeta.
La estrategia de las FARC consiste en acorralar al Gobierno de turno mediante hechos consumados que exijan una respuesta militar. Ése es su caldo de cultivo. Su macabra "justicia revolucionaria" ha llegado esta vez precisamente cuando el presidente Álvaro Uribe barajaba un intercambio humanitario de secuestrados -hay centenares- por guerrilleros presos. Los diez fusilamientos de Urrao (ocho de los asesinados eran militares) dinamitan cualquier posibilidad de entendimiento. Uribe, elegido hace un año por mayoría absoluta con un claro mandato antiterrorista, prometió ayer una caza sin cuartel contra Tirofijo y el Mono Jojoy, los jefes del mayor grupo armado de Latinoamérica.
Como otros muchos grupos que en su día abanderaron causas revolucionarias, las FARC -o el Ejército de Liberación Nacional, segunda facción guerrillera colombiana- han ido convirtiéndose en una banda de facinerosos sin otro objetivo que el de perpetuarse con las mismas herramientas (chantaje, asesinato, drogas, secuestro) que cualquier partida de pistoleros, como las ultraderechistas Autodefensas. En este tobogán hacia el envilecimiento absoluto, las FARC pretenden reclamar un espacio ético. Pero su sitio, como los hechos remachan, está en la lista de organizaciones terroristas internacionales: fueron incluidas en la de la Unión Europea, ahora se cumplirá un año, a petición de España, después de que exterminaran a 120 civiles en la aldea selvática de Boyajá. La paz es cara y Colombia la necesita desesperadamente, pero una democracia nunca consigue levantar la cabeza contemporizando con el asesinato.
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