La verdadera normalización del catalán
La semana pasada se presentó la Encuesta de la Región de Barcelona 2000, cuarta entrega de una serie de estudios sociológicos sobre la provincia de Barcelona, iniciados en 1985 y dirigidos por el prestigioso sociólogo Salvador Giner. Los periódicos han subrayado, especialmente, las informaciones referentes a la situación lingüística.
Tres datos destacan en ella. Primero, el conocimiento del catalán ha aumentado espectacularmente, ya que el 90% de la población no sólo lo entiende, sino que también lo sabe hablar. Segundo, el uso del catalán va en retroceso, ya que el 56,1% reconoce como lengua habitual el castellano y sólo el 29,8 % el catalán, es decir, uno de cada dos barceloneses usa normalmente el castellano y uno de cada tres el catalán. Tercero, ha crecido espectacularmente el número de personas que se declaran bilingües, es decir, que manifiestan usar indistintamente una y otra lengua sin identificarse exclusivamente con ninguna de las dos. Del 2,4% que se declaraban bilingües en 1985 se ha pasado al 13,5%, lo que supone que este sector se ha multiplicado casi por cinco. Se trata de una sociedad, han manifestado los autores del estudio, en transición hacia el bilingüismo.
A ningún barcelonés le han podido sorprender estos datos. Como tantas veces sucede, lo que uno previamente ya intuía se ve confirmado por los sociólogos. Sin embargo, esta confirmación es importante ya que lo que era mera intuición adquiere carta de naturaleza, digamos, científica.
La alarma, sin embargo, ha vuelto a cundir en los sectores nacionalistas: el catalán tiene los días contados, el catalán se muere, el catalán está peor que nunca. Mi impresión, en cambio, es la contraria: estos datos son positivos para la continuidad de la lengua catalana, para su normalización, aunque entendido el término normalización en un sentido muy distinto al usado oficialmente. Las razones para este optimismo tienen dos motivos. Primero, el hecho de que entienda y hable catalán el 90% de la población lo equipara prácticamente al castellano, que es entendido y hablado por el 100%. Segundo, que aumente de forma exponencial el número de catalanes que se declaran bilingües es bueno para el catalán y, sobre todo, para la convivencia lingüística en nuestro país.
Quienes muestran alarma y desazón son aquellos que habían fabricado en sus mentes una sociedad futura irreal: una Cataluña monolingüe en catalán, a partir de la cual podía configurarse una nación culturalmente homogénea y que justificara su proyecto político de soberanismo o independencia. Erraban por varios motivos. El primero y más obvio era considerar que la cultura se reduce a la lengua. El absurdo de una lengua = una cultura.También se equivocaban desde el punto de vista sociológico: por diversas razones, la sociedad catalana se había transformado, irreversible y afortunadamente, en una sociedad lingüísticamente plural. Pero, sobre todo, enfocaban el problema de la lengua desde un nacionalismo dogmático y cerrado: había que "construir una nación" con una "identidad nacional" fundada en una lengua única. En suma, catalanizar al país, ese verbo terrible y totalitario.
El instrumento principal de este proceso fue la política linguística. La primera ley de 1983 -una buena ley- fue desarrollada de forma sectaria e intolerante, con unos decretos que claramente la transgredían. La ley de 1998 acentuó estos rasgos negativos. Pero si la legislación era equivocada, peor era todavía la filosofía con la que se ha aplicado y se sigue aplicando -aunque cada vez con más dudas- esta legislación
Esta filosofía de fondo se caracterizaba por considerar el catalán como algo más que una lengua: como un signo de identidad colectiva, es decir, como una ideología, la nacionalista, que es tan legítima como cualquier otra pero que deja de serlo cuando se quiere imponer como ideología única, como algo natural y obligatorio para todos, de tal manera que quienes no la profesen deban ser considerados traidores a la patria, anticatalanes, en definitiva. Cualquier crítica abierta a algunos aspectos de esta política lingüística suscitaba descalificativos ataques de este género. Se convirtió en una materia no discutible. Entre los partidos políticos sólo el PP se atrevió a ponerla en cuestión.
Quizá los datos de la encuesta que comentamos hagan reflexionar a algunos. No es normal que los diputados de un país que en la calle utiliza bastante más el castellano que el catalán sólo intervengan en el Parlamento hablando en catalán. Obviamente, ello se deja notar en el abstencionismo electoral cuando se trata de elegir a estos mismos diputados.
La filosofía que debe inspirar la política lingüística debe ser otra, totalmente distinta, más adecuada a la realidad, más amable y seductora, no la agria obligatoriedad actual. Estudiar y conocer catalán no debe ser una cuestión de identidad, sino algo normal en una sociedad socialmente bilingüe. Tan normal como que cada uno hable en la lengua que libremente escoja, sea en el Parlamento, en el Gobierno, en la calle, con los amigos o en su casa. La normalización no debe ser imposición, sino igualdad y libertad.
Por ello que aumente tanto el número de quienes se autocalifican como bilingües es positivo, y en primer lugar para la supervivencia del catalán. Las lenguas minoritarias no lo tienen fácil en el mundo de hoy y el catalán sólo se seguirá hablando si dejan de atribuírsele connotaciones identitarias y se le pasa a tratar como algo que forma parte del paisaje. El catalán sólo se seguirá fomentando en un ambiente de bilingüismo. Creo que cuando uno se declara bilingüe es que enfoca esta materia desde esta filosofía.
El nuevo lema de la política linguística debería ser: "Es catalán todo aquel ciudadano que vive en Cataluña, usa libremente la lengua que desea y respeta la lengua que usan los demás". Esta sería la verdadera normalización del catalán.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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