Poder del sonido
Ya se oyen los claros y los confusos clarines de la campaña electoral en ciernes de las municipales y autonómicas. Los líderes políticos andan de gira y ensayan los discursos que van a propinarnos. Son apelaciones emocionales mucho antes que esclarecimientos. Como sostiene Joseph Conrard en el prefacio familiar a sus memorias, cuya traducción publicó hace años Alba Clásica con el título de Crónica Personal, hemos podido comprobar de nuevo este mismo fin de semana que la fuerza de una palabra es algo que se acusa de inmediato. Por eso quien desee persuadir suele lograrlo mejor si en lugar de confiarse al argumento adecuado lo hace a la palabra idónea. Porque se impone conceder que casi siempre ha sido mayor el poder del sonido que el poder del sentido. En esa línea está también la insistencia del ex ministro centrista Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona cuando, para excusar los más zafios exabruptos de los políticos afines, subraya cómo palidece el interés del texto que se debate a favor del género literario en el que se inserta.
Otra cosa distinta es que Conrard quiera convencernos de que proclama sin desdén su preferencia por una humanidad impresionable antes que reflexiva y más aún que merezca ser acompañado hasta esa posición. Pero, en todo caso, el momento político que vivimos, definido por la inminencia de las urnas, añade validez a nuestro autor cuando subraya el poder de las palabras, de algunas palabras, que pronunciadas a voz en cuello y con perseverancia, con ardor, con convicción, con el acento justo, por su simple sonido han puesto en marcha a naciones enteras y han sido capaces de levantar el suelo sobre el que descansaba todo el entramado social. En una audaz enmienda al cuento de Arquímedes, Conrard escribía que si en lugar de la palanca y el punto de apoyo le dieran la palabra precisa con el acento indicado se comprometía a mover el mundo.
Desde luego, tanto la escucha de la radio como las imágenes y sonidos difundidos por las cadenas de televisión en estos días permiten confirmar que nuestros líderes políticos se afanan en ganar el voto de los electores "mediante la pasión de sus prejuicios y la coherente estrechez de sus puntos de vista". Nos habían repetido tanto que el sectarismo se curaba viajando que hubiéramos esperado conceptos más amplios por parte de quien como el presidente del Gobierno, José María Aznar, se ha puesto el rancho de Cawford por montera y tanto se prodiga del uno al otro confín. Pero, desoyendo la acertada propuesta de Rajoy de enfocar el 25 de mayo mediante la defensa de la gestión realizada en los ayuntamientos y en los gobiernos autonómicos, dejando que los ecos de la guerra se amortigüen por sí mismos, Aznar impregna sus discursos de venganzas y rencores hacia quienes osaron disentir de las rutas imperiales hacia las que nos viene empujando sin más contemplaciones.
El presidente ofrece un consenso concebido en términos de adhesión inquebrantable y a quienes lo rehúsan sólo les deja sitio en las tinieblas exteriores. Ha vuelto a acuñar la expresión de los demonios históricos con cuya reaparición amenaza a quienes alienten cualquier cambio en la Constitución, olvidando, por ejemplo, que en el programa del PP para los comicios del 96 figuraba una enmienda a propósito del Senado. Todo son amenazas para España, lo mismo el nacionalismo, que el socialismo y el aislacionismo como si fuera de las Azores no hubiera salvación. Todo fueron proclamas solemnes de que mantendría inalterables sus convicciones y sus compromisos internacionales siempre al servicio del país, sin sacrificar los más altos intereses por un puñado de votos. Pero, entre tanto, ha empezado la repesca de muchos réprobos -desde Miguel Boyer hasta el alcalde saliente de alguna pequeña localidad Cántabra-, ya tiznados de beatiful people o de corrupción, cuando se han considerado útiles para las listas electorales por suponerles alguna capacidad de arrastre.
El disparate dialéctico por el que Aznar progresa es directamente proporcional a la proximidad de su fecha de retirada. Nadie le advierte, todos celebran sus gracietas y tratan de emularle echando su cuarto a espadas. Incluso Alberto Ruiz- Gallardón, en quien había puestas tantas esperanzas, se apunta a las descalificaciones y no duda en dar la nota fácil y grosera. ¿Es que nadie va a quedar en la reserva? ¿Es que todos van a entregarse al poder del sonido sin atender al sentido?
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