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La contrarrevolución permanente

Joaquín Estefanía

Hay un aspecto en el que coinciden los EE UU de Bush y la Francia de Chirac: ambas pretenden liquidar los restos de los valores de Mayo del 68, instalados en el mundo como parte de su civilización. El ministro francés de Educación, Luc Ferry, lo ha anunciado de forma explícita al presentar su Carta a todos aquellos que aman la escuela. A través de la misma, Ferry, un prestigioso intelectual al que han incluido en el grupo de los "nuevos reaccionarios", avanza una controvertida reforma del sistema educativo que busca poner fin a "la crisis provocada por valorar la innovación en detrimento de la tradición, la autenticidad a despecho del mérito, la diversión contra el trabajo y la libertad ilimitada en lugar de la libertad limitada por la ley". El ministro ha declarado que "con Mayo del 68 se entró en la ideología de lo espontáneo, en la valoración de la expresión de uno mismo, de la autenticidad, de la creatividad, el rechazo de las herencias pasadas...".

La ruptura con Mayo del 68 formó parte del programa de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher, pero por unas u otras causas no lograron terminar con sus valores. Más de una década después, la Administración de Bush ha vuelto a la carga. Las reacciones al 11-S no son sólo las respuestas directas a los atentados terroristas, sino los círculos concéntricos que intentan instalar otra forma de dirigir el mundo. Se trata del programa oculto con el que Bush había llegado unos meses antes a la Casa Blanca con un grupo de ideólogos de extrema derecha, varios de los cuales habían militado en el trotskismo o fueron seguidores de trokskistas, y que intentan imponer hoy, según la tesis de W. R. Polk, asesor de Kennedy, una especie de "trotskismo al revés": una "contrarrevolución permanente" (en nostálgico recuerdo de La revolución permanente, de León Trotski) . Según Polk, este grupo de trokskistas de derechas -entre los que cita a Wolfowitz, Perle, Kagan, Douglas Feith, Bill Kristol o Eliot Abrams- pretende imponer su dominación mediante la contrarrevolución. Se consideran la vanguardia de una causa: la de dar marcha atrás a lo que queda de los valores más sesentayochistas, incorporados como cultura general en la última parte de la década de los sesenta.

Primero, la tensión entre la seguridad y las libertades, en beneficio de la primera y en detrimento de las últimas. Cuando la relación dialéctica entre la seguridad y la libertad se desequilibra, las sociedades tienen problemas. Eso es lo que dice la historia. El grupo de Bush se ha instalado en la hiperseguridad y en la infralibertad: aprobación de un Acta Patriótica para cuatro años, que potencia peligrosamente la labor del Gobierno y sus agencias en la vigilancia de la vida privada de los ciudadanos -ya se están filtrando los borradores de una segunda Acta Patriótica aún más dura-, limitación de los derechos de los inmigrantes y turistas, limbo jurídico de Guantánamo, macartismo sobre los disidentes, etcétera.

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En segundo lugar, el cuestionamiento de algunos de los rasgos más favorables de la globalización realmente existente, que es la que lideró Bill Clinton durante la década de los noventa y que se identifica con la época de crecimiento económico continuo más duradero de las últimas décadas. La Casa Blanca incide hoy más en los peligros de la globalización que en sus oportunidades: el descontrol de Internet acelera la creación de una opinión pública mundial que se manifiesta en contra de los intereses estadounidenses y que se declara abiertamente antiamericana; pequeños grupos y gobiernos utilizan la información científica de la Red para investigar cómo se construyen las armas de destrucción masiva, y utilizan los adelantos tecnológicos para fines espurios, etc. Aparece desde la derecha una sensibilidad antiglobalizadora en el corazón de la globalización. Esta sensibilidad tan sospechosa no tiene nada que ver con los movimientos a favor de una globalización alternativa, que se han aprovechado de las herramientas de la globalización (Internet) para organizarse y dar publicidad a sus propuestas. Emergen así demandas contradictorias sobre la necesidad de regular y gobernar la globalización, las más antiguas desde la izquierda -que pretende velar por la igualdad de oportunidades- y las más cercanas por parte de la derecha republicana, que aspira a vigilar los contenidos de Internet que le son adversos o sobre los que quiere retener el monopolio.

La tercera respuesta ha sido el keynesianismo de derechas. Instalado en el poder con un programa neoliberal clásico y deseoso de disfrutar de la envidiable situación económica que le había dejado Clinton (bajos tipos de interés e inflación, pleno empleo, creciente productividad, superávit público, alto crecimiento sostenido del PIB), el Bush del 11-S cambia de discurso y aplica unas políticas monetaria y fiscal expansivas fuera de toda ortodoxia neoliberal. Nada de monsergas teóricas: bajan una y otra vez los tipos de interés y el superávit se convierte en un déficit público extraordinario gracias a las multiplicación de los gastos de defensa y seguridad, a la reducción de impuestos a las capas más favorecidas, a las descaradas medidas proteccionistas a las industrias tradicionales y a los agricultores, y a las ayudas directas a empresas en crisis como las compañías aéreas. Lo que Krugman ha denominado "una política económica de clase". Otra de las características más acusadas de la actual Administración estadounidense es su vinculación con los intereses empresariales, sobre todo en el mundo energético.

Por último, pone en práctica una política exterior basada en la doctrina del ataque preventivo, que es una forma de activar su poderosa maquinaria militar: Afganistán, Irak y después ya se verá. La doctrina del ataque preventivo se disfraza de derecho de injerencia: EE UU tiene derecho a intervenir militarmente en cualquier parte del mundo si se producen violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos. Recordemos los argumentos para atacar a Sadam Husein: presencia de armas de destrucción masiva en Irak, vínculos directos con los grupos terroristas de Al Qaeda y genocidio del pueblo kurdo y de los ciudadanos de la oposición. Conforme los dos primeros argumentos se vaciaban de base empírica, aumentaba la incidencia del tercero: la violación de los derechos humanos, la naturaleza dictatorial del régimen iraquí.

En su magistral libro Memoria del mal, tentación del bien, el intelectual búlgaro afincado en París Tzvetan Todorov se pregunta: "¿Debemos renunciar a cualquier universalismo de los valores, a la propia idea de unos derechos humanos que son idénticos a ellos mismos, sea cual sea la raza, la cultura, la religión, el sexo o la edad del individuo? Enabsoluto. Los humanistas clásicos nos lo enseñaron: la tiranía es una plaga en todos los climas". Pero al tiempo que defiende el principio del derecho de injerencia hace una crítica demoledora a su aplicación con criterios desiguales, cínicos o interesados. ¿Cómo se explican las diferencias de trato? Porque se trata de un derecho de injerencia selectivo. Aquí, pero no allá. Aunque el texto de Todorov está publicado hace más de tres años, las excepciones que desarrolla son de actualidad: el derecho de injerencia realmente existente sólo vale contra países sensiblemente más débiles que aquel que inflige el castigo; no se aplica a los aliados estratégicos (las violaciones de los derechos humanos se impedirán, pero sólo en los países que no sean aliados nuestros; éstos pueden hacer con sus minorías lo que quieran: véase Israel); uno no se inspira en el derecho de injerencia si no tiene nada que ganar en el plano material (el petróleo), el de la política interior (unas elecciones generales a la vista), ni en el del prestigio internacional (EE UU coronado como única superpotencia).

Todorov pone, además, una caución central: para ser creíbles, los países que se comprometen en la injerencia militar debieran estar, ellos mismos, por encima de toda sospecha en lo que se refiere a los derechos humanos. Y se pregunta si EE UU es irreprochable en este plano: "¿Tan seguros estamos de que todas sus intervenciones militares están limpias de cualquier crimen de guerra? Su modo de hacer la limpieza en la zona contigua a la suya, la América central y meridional, ¿es tan distinto de la antaño famosa doctrina de Breznev, formulada abiertamente durante la invasión de Checoslovaquia por el ejército de los países comunistas vecinos, en 1968? Esta doctrina sólo concedía una soberanía limitada a los vecinos de la Unión Soviética y autorizaba a ésta a intervenir en sus asuntos ejerciendo un derecho de tutela. ¿Debemos desear que EE UU exporte también su práctica de la pena de muerte...?". Ningún país puede pretender ser una encarnación ejemplar del bien; y, por ello, ninguno tiene en la materia una legitimidad automática. Para eso existe el derecho internacional.

Burla burlando hemos llegado a la más vieja discusión entre el fin y los medios. Uno de los valores asentados en el mundo civilizado tras el Mayo del 68 -y que los españoles hemos aprendido en carne viva durante la anterior década, en la guerra sucia contra el terrorismo- es que el fin no justifica los medios. La ocupación de Irak abre muchos interrogantes: ¿se puede acatar el hecho de que cualquier Gobierno, por poderoso que sea, diga que quiere establecer en otros territorios democracias por arriba y con violencia guerrera?; ¿se puede aceptar que una Administración pretenda hacer a la vez, de fiscal, jurado, juez, carcelero y verdugo? Si contestamos positivamente, la línea que separa la ley de la jungla de la ley de la razón habrá adelgazado mucho.

La guerra de Irak ha sido una guerra ideológica. Además de un conflicto geopolítico o por el dominio de las reservas energéticas del mundo, es una colisión que activa los principios ideológicos de la contrarrevolución permanente de Bush y sus ideólogos de extrema derecha. Sus consecuencias directas, sean las que sean, van acompañadas de una deriva autoritaria con pocos precedentes en el último medio siglo. Sus protagonistas no tienen nada que ver, precisamente, con el centro reformista.

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