Comprender la realidad para aspirar al ideal
Hace pocas fechas tuve el honor de ser nombrado miembro correspondiente para Marruecos de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras. Con motivo del acto solemne de ingreso, he tratado de aportar mi modesta reflexión sobre las relaciones entre España y Marruecos, alejándome de la actualidad más inmediata, desde una perspectiva histórica y de futuro, política, económica y cultural, evocando presencias y ausencias entre nuestros países y situando estos razonamientos en el marco del proceso euromediterráneo. Por la gran relevancia que la cuestión tiene para ambos países, creo que es importante llevar estas reflexiones a un ámbito más amplio.
Nada, desde que ocupé el puesto de consejero de Su Majestad el Rey, primero junto a S. M. Hassan II y actualmente al lado de S. M. el rey Mohammed VI, nada de lo que ocurre en Marruecos y en España me ha parecido más importante para nuestras relaciones que el hecho de que nos conozcamos y nos hagamos comprender mejor, para así saber administrar los contrastes y las riquezas de nuestras respectivas complejidades, para aprender a respetarnos más y a vivir juntos serenamente. Se trata de una ambición que pertenece al tiempo a la razón y a la pedagogía, y que permanece en gran parte insatisfecha.
Tal observación nos indica dos de nuestros retos pendientes: en primer lugar, el de un conocimiento recíproco hecho de voluntarismo, de rigor intelectual, de lucidez y de madurez, y, en segundo lugar, el que habría refIejado una elección política y cultural que nos hubiera facilitado la capacidad de escapar a prejuicios y estereotipos, alimentados por unas crisis que resultan inexorablemente cíc1icas. Si se hubiese asentado, esta ambición tal vez habría podido difundirse por las escuelas y universidades, donde habría encontrado legitimidad para así arraigar.
"Los hombres hacen la Historia, pero a menudo no conocen la Historia que hacen"; esta frase de Shakespeare me parece muy acorde con el estado psicológico y dialéctico que caracteriza las relaciones entre nuestros dos países, entre sus hombres. Y no aludo al asentado choque de ignorancias entre el Norte y el Sur, pues, trasladado ese desconocimiento a España y Marruecos, parece claro que procede de otro tipo de fracaso, a la vista de una proximidad y unas solidaridades compartidas durante tantos siglos.
Los marroquíes entendemos de esa manera plural nuestra historia, y es hacia España donde miramos, por romanticismo o por realismo, cuando buscamos el norte, sin sucumbir a la tentación de una identidad fracturada. Hemos pensado y esperado que esta misma lógica se impondría en la otra orilla del Estrecho, en una España que integrara la dimensión beréber, árabe y judeo-musulmana que la ha enriquecido.
Pero nuestras recientes crisis demuestran, por el contrario, la permanencia de percepciones que nos hablan del largo camino aún por recorrer, a pesar de la convergencia de la España de la transición democrática ejemplar y del éxito económico e internacional, y del Marruecos que, anclado en la modernidad desde su propia referencia histórica, ha sabido aportar la respuesta más coherente a los grandes retos presentes al sur del Mediterráneo. Un Marruecos abierto que aspira a mayor libertad y mayor pluralismo, determinado a ser una monarquía y construir la democracia, a ser un país árabe, musulmán y mediterráneo que haga que la apertura y la asociación se asienten en su sociedad, un país consciente de lo limitado de sus recursos, pero sin ceder por ello a sus ambiciones.
Ambos podemos, asimismo, contribuir al gran proyecto euro-mediterráneo, desarrollado a la luz de la Conferencia de Madrid en 1991 y la Dec1aración de Barcelona de 1995. También aquí tenemos retos pendientes, aunque se haya progresado en la firma de los acuerdos de asociación, aunque hayan aumentado considerablemente los recursos financieros dedicados a este fin, tal vez porque el proyecto euro-mediterráneo sigue estando dominado por una lógica mercantil que deja aún pendiente el sa1to institucional y político que defina esta asociación estratégica, construcción siempre solicitada por Marruecos. Una asociación que permitirá la confluencia de la zona de prosperidad económica en la que trabajamos y de un espacio político común de seguridad, de solidaridad y estabilidad, ambos indisociables. Del mismo modo que resulta para mí inevitable imaginar cómo se habrían podido soslayar las fracturas de hoy en día en nuestra región de haberse llevado a la práctica el gran proyecto esbozado en Casablanca en 1994, en la I Conferencia Económica de Oriente Medio y del Norte de África. Este nuevo equilibrio forjado con equidad y responsabi1idad habría permitido al mundo evitar la tragedia del choque de civilizaciones, de religiones y de pueblos al que nos enfrentamos desde entonces.
Si la Declaración de Barcelona se hubiera aplicado, se habría culminado un proceso de paz que devolviese la soberanía, dignidad y seguridad a los palestinos, y consolidado una dinámica euro-mediterránea completa, que equilibrara hacia el Sur la apertura hacia Europa Central y Oriental. Cómo explicar que las grandes potencias, excepcionalmente movilizadas, no hayan podido imponer su consenso respecto a un Estado palestino viable y fiable, que hubiera podido aportar, a través de su existencia, la verdadera respuesta de seguridad a los israelíes y a la región. Cómo explicar asimismo el inmovilismo de la Unión Europea cuando se trataba de pasar el Rubicón en la relación política, cultural y social inconclusa entre los países árabo-musulmanes del sur del Mediterráneo. Es un gran error, y hoy se redibuja nuestro mapa geopolítico apremiados por la urgencia y, en ocasiones, el drama. Marruecos necesita del liderazgo determinado de la Unión Europea, en especial de sus países del sur, como España, Francia o Portugal, cuyas recientes presidencias se han sucedido con similares discursos e incertidumbres.
Los acontecimientos y no sólo la razón nos imponen nuevas formas de actuar, y es bien evidente que España y Marruecos se encuentran más que nunca en primera línea de esta agenda. Nuestros dos países podrían volver a relanzar y construir el futuro de sus relaciones sobre algunas líneas directrices, y comenzaré refiriéndome al capítulo más delicado e irracional, el de la inmigración. Delicado porque, por encima de cualquier otra dimensión, son las imágenes trágicas de cuerpos encontrados sin tregua en sus playas los que marcan nuestras percepciones. Precisamente en una zona que durante cuatro milenios ha construido su historia y su riqueza a partir de las migraciones, como lo prueba todo a nuestro alrededor. ¿Quién se acuerda ya de que las naranjas, tan identificadas con nuestras tierras, son extranjeras, de Extremo Oriente, que llegaron de la mano de los árabes? El eucaliptus, muy griego por su nombre, tiene sin embargo pasaporte australiano; el ciprés es de origen persa; el tomate, peruano, y el pimiento, guayanés. Sin embargo, todo ello se ha convertido en el paisaje mismo del Mediterráneo.
Para desdramatizar este debate es necesario que volvamos la vista a las constantes de nuestras respectivas historias, que indican que tanto en la península Ibérica como en toda la región, la regla ha sido durante largo tiempo la imbricación de comunidades étnicas y religiosas, a causa del flujo y el reflujo de las poblaciones y las ideas con las que el Mediterráneo ha podido aportar al resto del mundo lo mejor de nuestra humanidad, de nuestro humanismo. Cuando se ha optado por la exclusión se ha producido la decadencia política y la regresión económica y cultural.
Sepamos hacer uso de la historia para encontrar respuestas. Prohibámonos la instrumentalización del problema de la inmigración como arma arrojadiza frente a nuestras opiniones públicas. Sabemos lo que España y Marruecos podrían hacer juntos para normalizar los flujos migratorios y optimizar la ecuación de una sociedad española en declive demográfico, socia de un Marruecos responsable que no haga de la inmigración la exculpación de todos sus problemas. Una solución global, innovadora y voluntarista será la mejor respuesta.
Para concluir, cabe preguntarse por el estado de la asociación entre Marruecos y España. Seguramente no es éste su mejor momento, y tampoco se debe solamente a la crisis coyuntural de estos últimos meses. Creo que durante demasiado tiempo hemos trabajado juntos con carencia de creatividad y que nuestra cooperación necesita una profunda renovación.
Juntos hubiéramos podido y debido ser líderes asociados en los mercados mundiales de la pesca, de las frutas y legumbres, de los productos textiles y, por qué no, de la electrónica o de los componentes de la industria automovilística y aeronáutica, donde somos complementarios. Y del turismo, sector en que ni un solo inversor español está presente en Marruecos, como si se tratara del Triángulo de las Bermudas para ellos. A muy poca distancia de la Costa del Sol se encuentra una oportunidad para aquellos tan numerosos en España que gestionan este sector como pocos saben hacerlo en el mundo. También en lo agroalimentario. Marruecos es prolongación del espacio turístico español, como lo demuestran las rutas del Legado Andalusí. Asimismo, hemos de trabajar en el terreno de la ingeniería financiera, en la gestión de la deuda, de la cobertura y de la apreciación del riesgo-país, del capital-riesgo o de la financiación de las actividades prioritarias hispano-marroquíes. Con excesiva frecuencia actuamos aisladamente, cuando el nuestro es el tiempo de la globalización, y juntos podremos afrontar mejor sus retos.
Con innovación y más medios podemos realizar la inmensa ambición con que pueden actuar nuestros dos países, y superar las dificultades que siguen existiendo. Como dijera Jean Jaurès, "es necesario partir siempre de la realidad si se pretende llegar un día al ideal", y la realidad de la que partimos ofrece sólidos argumentos. Ambos países convergen hoy en el anclaje democrático, el Estado de derecho, la solidaridad social y la economía de mercado, que evidencian que estamos del mismo lado. Esto es germen de una dinámica positiva capaz de absorber los contenciosos pendientes, dentro de una sólida asociación, a la altura de las aspiraciones y de las expectativas de las generaciones venideras que, sin duda, consolidarán y superarán nuestro esfuerzo a la hora de concebir una asociación libre de estos arcaísmos y capaz de responder al legado de nuestra historia común y los retos del presente y el futuro.
André Azoulay es consejero del rey de Marruecos, Mohamed VI.
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