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Columna
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Gripe asiática

A trancas y barrancas vamos dominando la gripe nacional, en la confianza de que no nos hinquen el diente las alergias primaverales que antiguamente se reducían a la fiebre del heno y pare usted de contar. La otra mañana creí escuchar en la cafetería que un cliente tenía alergia a los churros, algo incomprensible. De Oriente -como casi todas las cosas malas, excepto los Reyes Magos- nos amenaza una temible variedad de la gripe que las autoridades sanitarias, en su papel de echar balones fuera, llaman neumonía atípica, adjetivo empleado cuando ignoramos el origen de algo. Desde siempre se conoció como asiática a esta gripe, que los franceses, con su inveterado hábito de molestar, llamaron la española. Claro que nosotros, en uso de legítima defensa nos referíamos a la sífilis como el mal francés.

Nadie puede considerarse inmune y ataca incluso a los médicos, algo que consideramos muy sorprendente. A pesar de la amenaza, aunque no haya llegado hasta nuestra tierra -salvo el caso del bilbaíno, siempre tan adelantados en todo- no se planea una vacunación general, quizá por lo que supone de preventivo y la mala prensa que tiene ese concepto, si no cuenta con la mayoría de los votos en el Consejo de Seguridad Sanitario. Pasado el momento de la fiebre y recogido el excedente de antibióticos, con la sensación de que el AVE ha transitado por nuestros riñones, ponemos en marcha los inalienables derechos como usuarios de la Seguridad Social. Casi la primera visita concertada, es con el médico del Centro de Salud, denominación que sustituye a la de ambulatorio, mucho más rigurosa. El día elegido ha sido apacible y, por lo tanto, engañoso, pero deseamos una convalecencia garantizada que aleje el riesgo de las recaídas. Quizá la hora que fijada por teléfono sea la menos conveniente para nuestros asuntos, pero no hay otro remedio que aceptar y del mejor grado. Nos acompaña una creciente confianza en este servicio y procuramos no retrasarnos, pues habrá que dar explicaciones y convencer a la enfermera de que no ha sido por culpa nuestra, sino del tráfico. La verdad es que pasamos la vida excusándonos: ante la esposa, el jefe, el inspector de Hacienda, con todo quisque.

Si la puntualidad -en este y otros casos- es algo exigido, la condición no suele ser recíproca. Llegamos con tiempo, a veces arrastrando una pierna, con el brazo en cabestrillo, con el hígado tan inflamado que se percibe con la gabardina puesta, pero allí estamos, en esa cita tan importante para nuestra salud. Pasan los minutos, los cuartos, los pacientes que nos preceden, media hora y más, lo que incuba algo que se parece a la ira, rara vez exteriorizada, salvo un nervioso taconeo. Va tomando cuerpo en las instalaciones de la SS la evidencia de que la sala de espera no es de lectura y desaparecen las mesas bajas donde se ajaban viejas revistas del corazón y publicaciones especializadas que remite la industria farmacéutica. Allí el tiempo transcurre a palo seco. Pueden alcanzarse altas cotas de cabreo, pero tengo muy comprobado que las frases de queja, indignación o sarcasmo que pensábamos dedicar al galeno se funden como un tocino de cielo sobre vitrocerámica encendida, al llegar a su presencia. No ha muerto la vieja seducción de estos tranquilizadores brujos. Una bata blanca y un formulario. "Vamos a ver, hombre, ¿qué le ocurre?". Abrimos la boca, no para lamentarnos, sino para que le eche un vistazo a nuestra lengua y amígdalas. Nos desnudamos, tosemos y hacemos cuanto nos pide.

Lo experimenté el otro día. La demora en atenderme fue superior a la normal y pensé seriamente en pedir el libro de reclamaciones, como si estuviera en un restaurante. Cuando llegó mi turno, nada más verle me sentí mejor y, como suele ocurrir, tuve que reprimir el gesto de besarle la mano cuando rasgueaba las recetas, y pasaba por la máquina la cartilla de asegurado. Me sucede con todos o la mayoría de los médicos, con mayor vehemencia si es doctora, las encuentro a todas muy atractivas. Claro que he aprendido a dominar mis impulsos. Le pregunté, mirándole a los ojos: "¿Qué hay de la gripe asiática?". Me contestó, tendiéndome las papeletas firmadas: "Si no tiene usted imperiosa necesidad de ir a Hong Kong, quédese en Madrid. Es más seguro". Un buen consejo, teniendo en cuenta que no se me ha perdido absolutamente nada en el Lejano Oriente y que en estas tierras no andamos faltos de preocupaciones.

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