La guerra de España
El 11 de octubre de 1992, en un debate televisivo, el presidente George Bush (padre), a quien las encuestas auguraban una derrota frente a Clinton en las inminentes elecciones presidenciales, se decidió a sacar una última carta que guardaba para caso de emergencia: tras atribuir a su contrincante simpatías comunistas en su juventud (por un viaje a Moscú) le acusó de falta de patriotismo por haber rehuido el alistamiento para combatir en Vietnam y participado en manifestaciones contra aquella guerra. Bush lo planteó de la manera más innoble: preguntando enfáticamente con qué autoridad podría ejercer de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas un presidente que en su día "se opuso a EE UU en el conflicto asiático".
Sin llegar tan lejos, Aznar rozó esa infamia el pasado día 5 en Santiago de Compostela, cuando acusó a Zapatero de "estar encadenado a los comunistas" y aseguró que sus propuestas supondrían, de llevarse a la práctica, un "riesgo para la seguridad de España". También le achacó situarse en posiciones equidistantes entre "los aliados y los tiranos", en referencia a Sadam Husein. Al actuar así, el presidente del Gobierno recordó al Aznar del periodo 1993-1995, en el que pareció dispuesto a todo por desplazar del poder a Felipe González.
Quienes se indignaron con aquella desleal persecución no podrían dejar de indignarse con la que ahora ha padecido el PP con ocasión (o con el pretexto) de la guerra. En ningún otro país civilizado ha ocurrido algo comparable en cantidad y gravedad. El PP, desconcertado, ha reaccionado con torpeza, intentando responsabilizar de lo sucedido a Zapatero y a su partido (y secundariamente a Llamazares) con argumentos inverosímiles. Los socialistas han respondido con corrección: han dicho que condenan esos ataques; y cuando les han reprochado falta de convicción han añadido que su condena era rotunda.
Pero Zapatero no ha salido por televisión diciendo que el PP es un partido democrático, que lo fascista es quemar sus sedes o impedir hablar a sus dirigentes y candidatos, y que considerar a Aznar cómplice de asesinato por las muertes de dos periodistas españoles es un disparate. Zapatero, en resumen, ha cumplido el reglamento, pero le han faltado reflejos para dar un paso más y acreditarse como un político capaz de mantener, contra la marea, el compromiso de mutuo reconocimiento entre contrincantes propio de la competición democrática. Llamazares, por su parte, ha perdido otra ocasión de desmarcarse de su hombre en Euskadi, Javier Madrazo, firmante de Lizarra, que equiparó a Aznar, victima de un atentado de ETA, con un terrorista.
Como respuesta a esa marea, Aznar ha vuelto a sacar el asunto del terrorismo y la ofensiva rupturista del nacionalismo. Sus emplazamientos a condenar a ETA con el mismo vigor que los bombardeos de niños iraquíes han sonado algo forzados: a búsqueda de bronca donde no la había. Casi peor que hablar de lo que no se sabe es hacerlo de lo que se sabe sin venir a cuento. Precisamente porque se trata del más grave problema de la democracia española, no puede trivializarlo de ese modo, como un recurso al que acogerse cada vez que las cosas le van mal. Porque es posible que la tormenta pase, y las urnas no confirmen lo que ahora predicen las encuestas; pero las heridas abiertas tardarán en cerrar y serán un obstáculo para la unidad de acción de los constitucionalistas frente a esa ofensiva.
Buscar el voto del miedo es arriesgado. Adolfo Suárez lo hizo en 1979: la víspera de las elecciones legislativas salió por televisión advirtiendo al electorado de que votar al PSOE era hacerlo a un partido marxista, abortista y colectivista. Ganó, pero pronto le sustituyó, con mayoría absoluta, el partido al que había estigmatizado. La indigna apelación de Bush padre a la falta de patriotismo de Clinton tuvo una respuesta inteligente por parte de éste: le recordó que cuando Joe McCarthy lanzó su caza de brujas, buscando comunistas y malos patriotas por todo el país, hubo gente decente que se le enfrentó, como el senador por Connecticut Prescott Bush. "Su padre tenía razón al oponerse a McCarthy"-le dijo Clinton-, y usted está equivocado al cuestionar mi patriotismo. Me opuse a [la guerra de] Vietnam, pero amo a mi país". Y añadió esto: "Necesitamos un presidente que una al país, no que lo divida".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.