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Castigo y crimen

Mi aversión a Fidel Castro es comparable a la que suscitaba en mí Sadam Husein. Uno y otro encarnan lo peor del tradicional caudillismo árabe e hispano: control absoluto del poder, opresión, demagogia populista, supresión implacable de toda forma de disidencia, juicios sumarios de corte estaliniano... Si el primero no ha llegado a emplear gases tóxicos contra su propia población no ha sido por razones humanitarias, sino porque no necesita llegar a tal extremo: su mano de hierro es el arma disuasoria suprema.

Ahora bien, si para castigar la tiranía de Castro y su violación de los derechos humanos por espacio de más de cuatro décadas, el Gobierno de Bush organizara un ejército de invasión de 300.000 soldados, arrojara millares y millares de misiles, bombas inteligentes y de racimo sobre la desdichada población cubana, destruyese o dañara gravemente La Habana, Santiago y Cienfuegos, y acabara con la vida de incontables civiles inocentes, mis sentimientos de horror e indignación -y los de toda la comunidad hispánica de naciones- habrían sido idénticos a los experimentados estas últimas semanas durante el desarrollo triunfal de la Operación Libertad para Irak. Castigar a todo un pueblo por los crímenes de su dictador repugna a la conciencia civilizada del mundo. Sobre todo cuando los argumentos invocados para la "misión redentora" son totalmente falsos.

En 2003, Sadam Husein no constituía una amenaza creíble ni para Estados Unidos ni para ningún país de Oriente Próximo; las famosas armas químicas y biológicas eran pura propaganda del Pentágono; los iraquíes deseaban, desde luego, zafarse de él, mas no a costa de millares y millares de familias destruidas. Pero el éxito arrollador de la operación, aun con sus daños colaterales, y la explosión de orgullo nacional norteamericano tras el dolor y sentimiento de vulnerabilidad del 11 de septiembre, han ahogado las voces de protesta o de disensión. Irak es ya un protectorado militar norteamericano, la Casa Blanca dibuja ya el nuevo mapa de la región conforme a sus intereses económicos y estratégicos, los grandes consorcios próximos al poder se reparten ya los dividendos de la reconstrucción de Irak (España, gracias a Aznar, tendrá su tajadita).

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Los perdedores -la totalidad de los pueblos árabes, salvo Kuwait, la vieja Europa, los países que no apoyaron el ultimátum de las Azores y la doctrina imperial del titular de la Casa Blanca- asisten impotentes al establecimiento de un nuevo orden mundial, en realidad, la ley de la selva, y al menosprecio de las instituciones internacionales creadas al fin de la Segunda Guerra Mundial.

Sadam Husein ha recibido el condigno castigo y quienes sufrieron su tiranía aplauden el derribo de sus grotescas estatuas y el saqueo de sus palacios. En cambio, los crímenes cometidos en el curso de una guerra ilegal e ilegítima, como la que se ha llevado a cabo, permanecen envueltos en una nube de euforia amoral fomentada por la ubicua maquinaria mediática que nos bombardea a diario.

La guerra de invasión del 20 de marzo no apuntaba sólo al régimen iraquí y al control de las inmensas reservas petrolíferas del país; entroniza el concepto de guerra preventiva, que podrá ser utilizado en adelante contra todo Estado que se oponga a los intereses geoestratégicos de una Administración secuestrada por un grupo de ideólogos extremistas y mesiánicos; Irán, Siria, Yemen (no incluyo en la lista a Corea del Norte ni a Pakistán, ya que ambos poseen el arma nuclear e imponen, por tanto, respeto al Pentágono).

El desprestigio de la ONU, el retroceso de la Unión Europea, el clamor casi unánime de la opinión internacional, son sólo, a su vez, otros daños colaterales de la empresa bélica diseñada, como sabemos, con anterioridad a los atentados sangrientos de Al Qaeda. La nueva encarnación del Mal a ojos de Washington es, por esencia, atemporal y carece de fronteras precisas: ya no hay palestinos, ni chechenos, ni pueblos del antes llamado Tercer Mundo, víctimas del subdesarollo, iniquidad y opresión. Su suerte no interesa a los Cristianos Renacidos de la Casa Blanca ni a los consorcios petroleros y del complejo militar-industrial que los patrocinan.

Por fortuna, Bush -presidente ilegítimo y responsable directo de una guerra ilegítima- no es Hitler ni Stalin. Cuando, pasada la embriaguez de la victoria, el pueblo norteamericano advierta las consecuencias desastrosas de su política, podrá ser derrotado en las urnas y sustituido por un demócrata para quien la visión del mundo se extienda más allá del maniqueísmo religioso, del fundamentalismo del mercado y una miopía funesta en cuanto al porvenir más que precario de nuestro planeta.

Juan Goytisolo es escritor.

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