Unanimidad
La participación a distancia del Gobierno español en la ilegal invasión de Irak, de la que es corresponsable por delegación, ha causado un giro de 180 grados en la opinión pública española. Si a comienzos de año todavía era ligeramente favorable al Gobierno, desde el 15 de febrero -día de la simultánea manifestación global contra la guerra en todas las ciudades del planeta- se ha vuelto radicalmente en su contra con una unanimidad prácticamente abrumadora.
El partido en el poder dice confiar en su pronta recuperación, y para ello alega dos razones que revelan cuánto aprecia la inteligencia de sus electores. De un lado sostiene que la victoria bélica y la posterior reconstrucción de Irak provocarán un cambio de opinión en sentido favorable a sus intereses, cambio que después se difundirá entre la población por mimético efecto contagio. Y por otra parte afirma que la opinión pública es volátil y voluble por naturaleza, y que al cabo de un mes habrá olvidado sus actuales veleidades pacifistas, tan frívolas como efímeras. Sobre todo si se la moldea desde el Gobierno con una intensa campaña oficial y oficiosa.
Pero no parece probable que sea así. Por el contrario, la experiencia del pasado demuestra que la opinión pública española dista mucho de ser volátil, pues habitualmente resulta tan incapaz de cambiar como un trasatlántico, que necesita mucho tiempo para virar de rumbo. Por eso sus giros suelen producirse por una lenta acumulación de pequeños cambios imperceptibles. Es lo que sucedió desde 1989 -última mayoría absoluta de González- hasta 2000 -primera mayoría absoluta de Aznar-, periodo en el que se produjo un lento pero constante trasvase de votos desde los socialistas a los populares.
Esto no significa que la opinión pública española se caracterice por el continuismo y la inercia tan sólo, pues cuando percibe que está viviendo acontecimientos críticos es perfectamente capaz de dar un vuelco inesperado. Así sucedió en 1982, como consecuencia del fallido golpe de Estado que hundió el crédito del partido en el poder. Y lo mismo puede suceder ahora, como consecuencia del respaldo español a la ilegal agresión a Irak, que también está hundiendo el crédito del Gobierno actual. Y esto podría desencadenar un vuelco electoral análogo al de 1982 -aunque quizá de menor cuantía, dada la naturaleza exógena del impacto que lo provoca-.
Por lo demás, estos vuelcos de la opinión, tan críticos como masivos, no se deben al mero mimetismo voluble de las epidemias sociales basadas en el efecto contagio, sino a un fenómeno de comportamiento colectivo de signo absolutamente opuesto. Es lo que Elisabeth Noelle-Neumann -la más reconocida teórica de la opinión pública- ha denominado la espiral del silencio, a la que define como aquel "acuerdo colectivo sobre un tema con carga valorativa que deben respetar tanto los individuos como los Gobiernos bajo la amenaza de quedar excluidos o de perder la reputación ante la sociedad".
En España se ha impuesto un clima de opinión contra esta guerra de casi absoluta unanimidad, de tal modo que quienes tengan una opinión contraria deben silenciarla por temor al aislamiento. De ahí que este Gobierno, corresponsable de la guerra, parezca de antemano condenado al ostracismo, quedando estigmatizados sus miembros como si fuesen apestados políticos -según la metáfora que Benjamín Prado le dedicó en estas páginas al ambiguo Gallardón-.
No es la primera vez que ocurre, pues también sucedió así entre 1991 y 1993, cuando un rosario de escándalos políticos desacreditó para siempre al Gabinete de González. Pero entonces la lealtad del electorado socialista logró resistir en un primer momento la espiral del silencio, lo que permitió a González ganar todavía en 1993 y mantenerse en el poder hasta 1996. Pero ahora no parece posible que sea así, pues, como Aznar sólo ha sembrado el odio a su paso, resulta incapaz de inspirar lealtad, despertando sobre todo miedo y rencor.
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