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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Conmoción y espanto

LA MUERTE DE DOS corresponsales de guerra españoles -Julio Anguita Parrado y José Couso- justo en vísperas de la ocupación del centro de Bagdad por las fuerzas estadounidenses ha conmovido a la profesión periodística; si el reportero de El Mundo fue víctima de un misil iraquí, el cámara de Telecinco perdió la vida a consecuencia del proyectil lanzado por un carro estadounidense contra el hotel donde se alojaban los corresponsales de prensa. Los informadores gráficos hicieron un plante contra Aznar para denunciar la relación causal entre esas muertes y el apoyo del Gobierno a la guerra de Irak. Los aprendices de brujo no pueden llamarse andana ante las consecuencias indeseadas -si bien no estrictamente imprevisibles- de sus decisiones; los dos malogrados periodistas ilustran los efectos perversos inscritos en esta guerra ilegal e irresponsable.

La muerte de los periodistas Julio Anguita Parrado y José Couso advierte sobre las consecuencias indeseadas y los efectos perversos inscritos en la decisión de librar una guerra ilegal e innecesaria

Los millones de españoles opuestos a la guerra de Irak -vejados o ignorados por Aznar- esgrimieron fundamentados argumentos en apoyo de sus asertos: la escasa fiabilidad de los pretextos aducidos sucesivamente por la Administración de Bush para justificarla (las armas de destrucción masiva en poder de Sadam Husein, sus conexiones con el terrorismo internacional, el carácter dictatorial del régimen, el incumplimiento de la Resolución 1441), las sospechas sobre la existencia de intenciones inconfesables en su trasfondo (de carácter geopolítico o económico), el chantaje al Consejo de Seguridad para que la avalara, la violación de la legalidad internacional al iniciarla. Una abrumadora superioridad tecnológica garantizaba de antemano a la fuerza invasora la victoria sobre un país cuyo ejército había sido diezmado en 1991 y cuyo armamento estaba sometido al control de Naciones Unidas. Probablemente nunca llegará a conocerse con exactitud la cifra de las bajas militares y civiles de Irak, así como las consecuencias de una eventual catástrofe humanitaria.

Después de compartir con Bush y Blair en las Azores la responsabilidad de lanzar el doble ultimátum a Sadam Husein y al Consejo de Seguridad que hizo inevitable la invasión de Irak, el presidente del Gobierno -asustado tal vez por los sondeos de opinión- buscó un perfil bajo y disfrazó de misión humanitaria la culpable ayuda prestada por España al arranque de las hostilidades. El temor a las repercusiones negativas para el PP del conflicto bélico en las elecciones del 25 de mayo completó esa maniobra defensiva con un movimiento de diversión orientado a culpar a los socialistas de la autoría moral, ideológica y política de las condenables agresiones contra las sedes y los militantes populares. Tras la caída de Bagdad, el alarmante testimonio dado el miércoles por Ignasi Guardans -la gran revelación parlamentaria de esta legislatura como portavoz de CiU- sobre la belicista euforia triunfal de algunos diputados del PP en el Congreso da fundamento para suponer que Aznar se dispone a iniciar un nuevo viraje oportunista en su estrategia electoral a fin de presentarse ante los votantes como el presciente estadista que adivinó el curso de los acontecimientos y supo acudir presuroso en socorro del vencedor antes que nadie.

Esa mezquina utilización electoralista -a la baja o al alza- de la tragedia de Irak ha impedido al Gobierno comprender las razones y las emociones de ese abrumador movimiento de rechazo a la guerra que desbordó transversalmente las fronteras ideológicas y partidistas. Ningún demócrata negaba que Sadam Husein, armado y financiado durante años por las Administraciones de Reagan y de Bush padre, violase los derechos humanos de su pueblo; la posibilidad -defendida por los inspectores de Naciones Unidas- de alcanzar pacíficamente los objetivos fijados por el Consejo de Seguridad y el horror ante la amenaza estadounidense de lanzar sobre Irak una campaña de conmoción y espanto eran los argumentos de los adversarios de la guerra. Al menos, Blair se enfrentó a su opinión pública y a los miembros discrepantes de su partido con criterios morales; Aznar, en cambio, no hizo sino regañar e insultar a los discrepantes como un malhumorado sargento que transmitía sus órdenes a través del corneta Arenas.

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