El derrumbe
Privado de su máximo dirigente, muerto o aislado, el oprobioso régimen de Sadam Husein se derrumbó ayer bajo el impresionante empuje de la fuerza militar de Estados Unidos. La caída de un dictador de esta calaña, que ha resistido hasta el final a costa del sufrimiento de su pueblo, es un motivo de satisfacción. No lo es, sin embargo, el camino elegido para conseguirlo. Aunque el olor de la victoria embargue a quienes la protagonizan, esta guerra era evitable. El mundo es mejor sin este dictador, pero la gestión de este conflicto contribuye a debilitar el ya frágil orden internacional.
Los primeros bombardeos masivos de la Operación Conmoción y Pavor no bastaron para derribar el régimen iraquí. Llevado por su megalomanía, Sadam Husein ha obligado a su pueblo a seguirle en su último delirio de pasar a la historia como el último resistente del mundo árabe ante el nuevo cruzado del siglo XXI. Serán pocos los árabes que lloren la desaparición de Sadam, pero es probable que muchos se sientan hoy humillados. Y no conviene olvidar que de la humillación alemana de Versalles surgió el nazismo una década más tarde.
Tres semanas justas después de lanzar su ataque, la estrategia militar del general Tommy Franks ha logrado su objetivo, en una guerra de aplastante superioridad tecnológica de EE UU, reflejada también en el absoluto desequilibrio en bajas entre una y otra parte. Aunque la guerra no haya acabado, ha sido una campaña militar de una velocidad, una concentración de bombardeo y fuego y una precisión sin precedentes, pero que también ha puesto de relieve, con la muerte de tantos civiles y militares, que no hay guerra limpia posible.
Franks supo aprovechar con flexibilidad el impulso del avance hasta Bagdad. Y Bush ha obtenido, al fin, lo que buscaba: las aclamaciones de cientos de bagdadíes ante la entrada de las tropas norteamericanas. Entre ellos, había muchos que respiraban de alivio por el fin de sus sufrimientos; otros, por librarse de un régimen sanguinario; y otros muchos que debían haber trocado sus uniformes de la temida Guardia Republicana por ropa civil. Aunque no ha habido una rebelión iraquí contra su anterior régimen, Bagdad fue presa ayer del caos, con múltiples saqueos que EE UU, como potencia ocupante junto al Reino Unido, tiene la responsabilidad de combatir. La explosión de júbilo fue mucho más marcada en el norte, en el Kurdistán, con banderas propias que auguran un difícil futuro a la unidad de Irak. EE UU puede, antes o después, descubrir que muchos iraquíes odiaban a Sadam Husein y a los suyos, pero que tampoco quieren verse ocupados por tropas extranjeras.
Quedan bolsas de resistencia y mucho por limpiar del antiguo régimen. La guerra no ha terminado, pero la victoria militar es clara y sin paliativos. Falta ahora la victoria política, la más difícil. Por eso no es una victoria a celebrar. Gestionar la estabilización de Irak y la región va a requerir dotes mucho más finas que las necesarias para un buen planeamiento militar. La guerra ha producido demasiadas víctimas, ha hecho un boquete en la legalidad internacional, y ha puesto de relieve el peligro de un mal uso por Estados Unidos de su inmenso poderío militar.
Las declaraciones de Hans Blix, jefe de los inspectores de armas de la ONU, ponen de relieve que Bush y Blair venían preparando la invasión desde hace tiempo, y que cuando el régimen iraquí empezó a colaborar, cortaron por lo sano y se lanzaron a la guerra. Aznar debe una explicación sobre su connivencia con este terrible juego. A pesar de toda la propaganda aliada, Sadam Husein no ha hecho uso de las armas químicas o biológicas que supuestamente tenía. Se encontrarán, sin duda, para justificar esta guerra, pero la certificación creíble de su existencia sólo puede venir de un grupo independiente, como el de Blix. No de los ocupantes, que ya intentan desviar la atención hacia el puro cambio de régimen.
Año y medio después de iniciada la guerra de Afganistán, EE UU no ha sabido aún concluirla. El derrumbe de Bagdad contrasta con la caída, pacífica y popular, de las dictaduras comunistas europeas en 1989 y 1990. Bush y Blair han frustrado la oportunidad de vencer pacíficamente a Sadam Husein, cuya estatua ha aguantado más de lo que se esperaba, y de avanzar hacia un mundo en el que se impusiera la ley para todos, y no la voluntad de quien es el más fuerte en términos militares, aunque no en términos diplomáticos. En la hora de la victoria no se puede olvidar que Bush no consiguió en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas los votos que necesitaba para legalizar esta guerra que nunca debió producirse.
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