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Tribuna:LA SITUACIÓN DE LA JUSTICIA
Tribuna
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¿Réquiem por un pacto de Estado?

El autor pide cuentas a los firmantes del Pacto para la Reforma de la Justicia, y en particular al Gobierno y a su grupo parlamentario. Y afirma que el acuerdo quedará en papel mojado y será una frustración para la sociedad si no se recuperan sus señas de identidad

La Administración de Justicia es un servicio público básico en una sociedad democrática y eso hace inexcusable que sus dirigentes políticos y sociales busquen una justicia de calidad, ágil, transparente y eficaz para los ciudadanos. Nadie a estas alturas puede negar con fundamento que los tribunales, como los demás poderes públicos, trabajan para la gente sin más y no son una mera instancia de autoridad.

En España, un país que ha forjado la democracia más sólida de su historia en estos últimos 25 años, el interés por el funcionamiento de la Justicia ha ido en aumento en las últimas décadas, justo en la misma proporción en que ha crecido la insatisfacción de sus usuarios. Ambas manifestaciones son fiel reflejo de sensibilidad democrática.

Hay una percepción general de que la justicia funciona mal en nuestro país
El Gobierno no ha cumplido con el deber de impulso político que contrajo con la sociedad

Hay una percepción general de que la Justicia funciona mal en nuestro país, percepción que comparten ciudadanos y expertos. Según los resultados que desprenden los distintos barómetros de opinión realizados por el Consejo General del Poder Judicial bajo la dirección del sociólogo José Juan Toharia, para los ciudadanos "la Justicia es la única institución del Estado que registra permanentes descensos en su puntuación media a lo largo de los últimos años... y la que aparece en los niveles más bajos de valoración entre una amplia selección de instituciones y grupos sociales", hasta el punto de que actualmente el 47% de los españoles opina que "funciona mal o muy mal" y sólo un 18% opina que "lo hace bien o muy bien".

Y no se puede decir que sea recelo infundado a la institución misma porque resulta que, según ese mismo estudio, el 62% de los ciudadanos entiende que "con todos sus defectos e imperfecciones, la Administración de Justicia constituye la garantía última de la democracia y las libertades", de manera que la insatisfacción y desconfianza mostrada está directamente relacionada con el servicio mismo, al que se le ve altamente ineficaz. Algo mejor parado, aunque no mucho más, sale el sistema judicial español cuando es valorado por los propios trabajadores de la justicia, quienes imputan directamente los males del mismo al Ministerio de Justicia -se entiende, como gestor de medios humanos y materiales- y a los jueces. En una escala de 0 (mínima) a 10 (máxima), los abogados encuestados atribuyen una responsabilidad del mal estado de la justicia de 7 al ministerio y de 6,5 a los jueces (o 6,1 a los jueces del Tribunal Supremo).

Por otro lado, y como pone de relieve un estudio del economista Santos Pastor, resulta que los costes de la justicia en España son caros porque se gestionan mal los medios, de manera que es posible "producir más y mejor" en los tribunales de justicia, evitar el despilfarro y conseguir evitar, así, que su mal funcionamiento reduzca la tasa de crecimiento del Producto Interior Bruto del país.

En el ámbito de la Justicia, esta situación tan lamentable para la convivencia democrática ha sido motivo de preocupación y reflexión colectiva permanente, en la sensación generalizada que se ha tenido de que nuestra Administración de Justicia no ha asumido su vocación constitucional de servicio a prestar en el marco de un Estado social y democrático que se inspira en el principio organizativo clave de autonomía territorial.

De esta reflexión surge en la década de los noventa la idea, que es necesidad, de una profunda reforma de la Administración de Justicia para modernizarla y hacerla eficaz además de transparente, siempre arraigada en la independencia de los jueces y que acoja la participación gestora de las comunidades autónomas -algo que es propio de Estados altamente descentralizados como el nuestro-. Una idea de cambio de las bases de la Justicia que tendría que cobijarse necesariamente en un acuerdo consensuado por todos y que, pensando exclusivamente en el ciudadano al que servir, dejara a un lado la lucha de partidos y los intereses particulares de corporaciones y colectivos implicados en la tarea de administrar justicia.

Así es como, en febrero de 2001, Gobierno, Partido Popular (PP) y Partido Socialista Obrero Español (PSOE) suscriben un acuerdo histórico, el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia, a través del que se sentaban las bases de la futura Administración de Justicia en España. En palabras del ministro de Justicia -Ángel Acebes-, era "... una oportunidad histórica para mejorar la justicia a través del consenso..., una oportunidad que debemos aprovechar... desde el convencimiento de que es una labor a la que todos estamos llamados, a la que deben contribuir todas las fuerzas parlamentarias y todos los protagonistas que componen la justicia en España..., con el objetivo último de que los ciudadanos sean los beneficiarios de algo que les afecta muy singularmente y del que son, sin duda, sus máximos acreedores", y se trataba de "... un proyecto global y con vocación de estabilidad y permanencia...", un "modelo" que trascienda intereses coyunturales y excluyentes, construido sobre soluciones integrales y perdurables, y con el norte puesto en las necesidades de los ciudadanos, una apuesta de futuro que sirva para ganar la modernidad y afrontar los novísimos desafíos de nuestras complejas sociedades modernas en el mundo de la Administración de Justicia y del aparato jurídico del Estado...".

Pronto "los protagonistas de la justicia en España" se adhieren al Pacto suscrito por las fuerzas parlamentarias mayoritarias, en la confianza de estar en presencia del único camino político posible para sacar a la justicia del difícil atolladero en que se encuentra en nuestro país, la vía del consenso y de la reforma integral, meditada y sistemática de sus instituciones.

Dos años después, el bagaje del Pacto no puede ser más desmoralizador, distando mucho de aquellos buenos propósitos que todos abrazamos con entusiasmo: se ha conseguido no más que un régimen de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial no exento de polémica, una Carta de Derechos del ciudadano ante la Justicia -hoy por hoy mera declaración de intenciones que todavía no ha calado en la legalidad ordinaria-, y los estatutos de dos corporaciones, la de los abogados y la de los procuradores.

Al contrario, no ha habido ni diseño ni método serio y riguroso de ejecución, habiéndose dado hasta ahora más bien impulsos reformadores anárquicos y descompasados, parece que movidos por concretos intereses del partido gobernante.

Así, determinadas reformas penales que "venden" seguridad ciudadana llegan, y de manera precipitada y poco reflexiva, en horas bajas del Gobierno, entre otras muchas causas porque la criminalidad ha crecido paulatinamente, hasta dispararse, durante sus dos mandatos. No ha habido tampoco un verdadero espacio de diálogo que haga posible el consenso mayoritario, quedándose al margen de la negociación en numerosas ocasiones algún grupo parlamentario -por ejemplo, Izquierda Unida- o determinados colectivos corporativos -es el caso de determinadas asociaciones de jueces y fiscales-, y obviándose ese espíritu de consenso para reformas legislativas de gran calado -así pasa con las modificaciones de la Ley del Poder Judicial, el Estatuto del Ministerio Fiscal o la de prisión preventiva, de "juicios rápidos" o del Código Penal-.

Con todo lo anterior, sin duda el mayor de los desatinos del desarrollo del Pacto ha sido la exigua implicación económica para hacerlo viable demostrada por el Gobierno, que ha gastado casi un tercio de lo inicialmente presupuestado y prometido por él mismo para los dos años de vigencia, con lo que, o bien no se ha avanzado en materias básicas del acuerdo como son el plan estratégico de infraestructuras y la agilización funcional de la Administración de Justicia, o bien, incluso, se ha retrocedido en planta judicial, al crearse menos plazas de jueces en estos años que en tiempos políticos anteriores al Pacto.

Así pues, el Gobierno, como el grupo parlamentario que lo sostiene, no ha cumplido con el deber de impulso político que contrajo con la sociedad para mejorar el estado de la Justicia, al apartarse del espíritu y metodología del Pacto que firmó, y lo ha hecho de manera ventajista tratando de legitimar su particular política judicial al socaire de un pacto que es de todos. Por su parte, el PSOE no ha sabido exigir al Gobierno el desarrollo adecuado del acuerdo, y eso significa también incumplimiento -por omisión- de sus deberes políticos.

En este estado de cosas, si no se recuperan de nuevo, y pronto, las señas de identidad del Pacto de Estado por la Justicia, éste quedará en papel mojado, y, añadidamente, en sueño de una noche de verano esa Justicia eficaz, moderna y transparente que prometía el mismo y merece la sociedad española, con las frustraciones de todo orden que acarreará para todos, particularmente para los únicos responsables del fracaso, quienes, presentándose como protagonistas, se arrogaron el papel de impulsores del Pacto, alentaron a los demás colectivos implicados a hacerlo suyo y, finalmente, ofrecieron en vano a la ciudadanía una justicia propia de una sociedad democrática avanzada.

En cualquier caso, a tanta frustración le queda la esperanza, también democrática, de que quienes así actúen paguen el precio de su deslealtad social allá donde los ciudadanos se lo exijan.

Juan Luis Rascón Ortega es magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia.

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