Sólo pronósticos
La decisión de ocupar militarmente Irak, adoptada por los Estados Unidos antes de que el procedimiento de inspecciones establecido por la resolución 1.441 hubiese podido verificar la destrucción de determinados arsenales por parte de Sadam Husein, colocó a las Naciones Unidas ante una disyuntiva de difícil solución. O bien aceptaba dar cobertura a una acción inspirada por la doctrina de la guerra preventiva, desarticulando de este modo gran parte de la arquitectura internacional establecida desde 1948, o bien lo rechazaba, de manera que, salvando la esencial de esa arquitectura, propiciaba sin embargo que la única superpotencia se precipitara en la ilegalidad. Pese a los riesgos que comportaba, esta última acabaría siendo la opción de una nutrida mayoría del Consejo de Seguridad, incluidos tres de sus miembros permanentes. Y la razón que estaba detrás era sencilla: mientras la legalidad internacional no se desvirtuase, cabía al menos la posibilidad de convertir la guerra contra Irak en un lamentable episodio, de encapsular la tragedia a la que estamos asistiendo y de regresar, tarde o temprano, al marco multilateral de resolución de conflictos.
¿Qué nueva ONU podría surgir de una reforma en las actuales circunstancias?
Frente a esta estrategia diplomática, que ha sido hasta ahora la que ha llevado la delantera en las instituciones, una parte de los ideólogos de la intervención militar en Irak se han visto forzados a sustituir el amenazante discurso de la "irrelevancia" de Naciones Unidas mantenido hasta las horas previas al ataque, por un nuevo mensaje que, ocultando su derrota, les permita perseverar en el propósito de dar un barniz de legalidad a la doctrina de la guerra preventiva. Se trata del mensaje de que, puesto que el mundo ha cambiado, Naciones Unidas debería reflejar ese cambio y, por lo tanto, reformar sus estructuras. La retórica allegada para defender esta postura resulta familiar, quizá por pertenecer más al ámbito de los tópicos que al de las ideas rigurosamente formuladas, y recurre a motivos que abarcan desde la necesidad de adaptación de las instituciones para garantizar su continuidad, hasta la afirmación de que el mundo ha ingresado en una nueva era, responsable de una transformación radical de todo cuanto nos resultaba conocido.
Aunque así fuera, aunque el mundo de hoy nada tuviera en común con el de hace tan sólo una década, el discurso sobre la necesidad de proceder ahora a una reforma de Naciones Unidas olvida, o finge olvidar, que la transformación de las reglas de juego remite, en primer término, a una cuestión de oportunidad política: cambios institucionales que parecen juiciosos sobre el papel, pueden en cambio revelarse inviables y hasta insensatos en virtud del momento en que se emprendan. En este sentido, resulta cuando menos arriesgado promover una revisión del sistema de Naciones Unidas mientras siga en marcha una operación militar que representa uno de los más graves desafíos, si no el más grave, que ha padecido en su medio siglo de existencia. Y, sobre todo, resulta especialmente arriesgado cuando el país que ha lanzado ese desafío no ha disimulado su inclinación por el unilateralismo, en una trayectoria que arranca con el rechazo del Protocolo de Kioto y desemboca en el ultimátum de las Azores. ¿Qué nueva Organización de Naciones Unidas, qué nuevo esquema de instituciones multilaterales podría surgir de una reforma emprendida en unas circunstancias como las presentes? Amparándose bajo la excusa de poner al día el sistema, ¿no se estaría proponiendo, en realidad, una versión revisada de la vieja política de apaciguamiento, cuyo razonamiento consistiría en defender que, para evitar que la ley internacional sea conculcada por el más fuerte, lo mejor que se puede hacer es modificarla?
Pero, junto a las razones de oportunidad política que aconsejarían no abordar ahora una reforma de Naciones Unidas, existirían otras de sustancia, vinculadas con el propósito mismo de esa reforma. La incógnita que debería ser desvelada, no sólo con meridiana claridad, sino también con el acuerdo explícito del mayor número de actores internacionales, y en particular con el de los más poderosos, es la de señalar qué es lo que ha fallado en la actual configuración del sistema a la hora de cumplir la tarea que se le encomendó, la de velar por la paz y seguridad mundiales. Es decir, si de verdad se quiere una reforma y no un orden institucional de nueva planta, habría que elaborarla como se elaboran las reformas: tomando como base datos contrastados y no, según parecen defender los analistas que más han apoyado en estos días la intervención anglo-norteamericana contra Irak, especulaciones teóricas acerca de la sociedad internacional del futuro. En apenas unos meses, esas especulaciones han pasado de considerar que el principal problema del siglo XXI sería la inmigración a sostener que, antes por el contrario, ese dudoso honor le cabrá al terrorismo a gran escala. ¿Se puede estar seguro de que no habrá un tercer cambio de criterio y de que, por tanto, unas Naciones Unidas eventualmente reformadas no quedarán a merced de que aparezcan nuevas hipótesis que demanden, a su vez, nuevas reformas?
Por descontado, constituiría una grave equivocación sacralizar las instituciones, confundiendo la necesaria estabilidad con una impermeabilidad absoluta hacia las evidentes transformaciones de la realidad. Sin embargo, no es ése el error que planea sobre una comunidad internacional conmocionada por la crisis de Irak, sino su opuesto: el error de menospreciar medio siglo de experiencia en la resolución de conflictos, encadenando el destino del mundo a pronósticos. Más o menos meditados, sin duda; pero, al fin, sólo pronósticos.
José María Ridao es diplomático.
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