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Columna
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La muerte de un heraldo de la vida

Aunque cualquier muerte es inesperada y, en cierta manera, súbita, cuesta creérsela más cuando nos arrebata a un artista como Eduardo Úrculo, de vitalidad tan pletórica y que se hallaba en plena madurez creadora. Con su desaparición, por otra parte, nos resentimos no sólo con su ausencia personal, sino al considerar lo que podría haber seguido haciendo en ese momento de gracia artística en el que efectivamente Úrculo se encontraba al morir. En cualquier caso, la obra realizada por él, durante casi medio siglo de actividad artística continuada, ha sido lo suficientemente importante para que su nombre esté inscrito, con relevante nombre propio, en la historia del arte español de la segunda mitad del siglo XX, en la que fue una de las más destacadas y singulares figuras de pop-art.

Aunque la mayor parte del público le conocía por esta obra de orientación pop, la que empezó a enseñar a partir de la década de 1970, al principio en medio de un escándalo social y político por la insólita libertad de sus imágenes eróticas y su rutilante y desenfadado tratamiento formal, algo inasimilable para tirios y troyanos durante la agonía del franquismo, la trayectoria de Eduardo Úrculo tuvo dos etapas diferenciadas: una primera, de carácter expresionista y tono lúgubre, muy al estilo del realismo crítico español de denuncia, y la que vino después y siguió hasta el final, en la que, una vez que asumió sin recelo el lenguaje plástico de las vanguardias de la mano de Eduardo Westerdahl, dio libre curso a su espontáneo vitalismo, apasionado y epicúreo, que, en la triste, aislada y mojigata España de la periclitada dictadura, era más crítico y provocador que otros bienintencionados, pero convencionales, iconos políticos de protesta. En este sentido, sus pinturas de brillantes desnudos femeninos, que emergían con desenfado hedonista entre cojines floreados, fue un eficaz bofetón, no sólo a una moral rancia y pacata, sino, sobre todo, a una etapa de nuestra historia, que, aun estando socialmente muerta, se resistía a desaparecer.

A pesar del éxito que alcanzó tras esta irrupción fulgurante en la todavía desmedrada escena artística española, el ánimo y la imaginación de Úrculo no le dejaron estancarse en ninguna fórmula, y, pronto, nos siguió sorprendiendo con nuevas imágenes igualmente plenas de sensualidad, pero a través de otros registros. De ahí surgieron las series de las vacas, con sus ubres agrandadas en primer plano, o la muy bella de los bodegones. Luego vino su serie de paisajes nocturnos de iniciación mística, que nos mostraron, con mayor nitidez, el talante romántico y melancólico de este artista, cuya rápida técnica industrial, de factura sintética y directa, dibujo preciso y colores planos, traslucía un trasfondo complejo y refinado. A partir de la década de los noventa, Úrculo ahondó en los aspectos de mayor enjundia sentimental, con imágenes urbanas y paisajes crepusculares protagonizados por figuras de espaldas, que no constaba identificar como autorretratos. También fue proponiéndose dificultades técnicas y desafíos estéticos cada vez de más profundo calado, que, entre otras cosas, le llevaron a repensar la fundamental herencia del cubismo. De todas formas, fueran cuales fuesen los sucesivos temas frecuentados, sus importantes incursiones en el campo de la escultura, sus muy diversos experimentos técnicos, la obra de madurez de Úrculo reafirmaba su temperamento romántico y su inquietud innovadora, así como esa sorprendente capacidad que poseía para seguir produciendo sin descanso incluso en medio de los momentos de reflexión y duda. Y es que ha habido pocos artistas en nuestro país que amasen tanto la vida como él y la supiesen celebrar pictóricamente de una forma tan ávida, apasionada y generosa. Es, por tanto, la "alegría de vivir" la que está de luto con la dolorosa pérdida de Eduardo Úrculo, que literalmente se ha muerto, como quien dice, "con los pinceles puestos" y en plena brega.

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