_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Damnificados

Alguien ha tenido la sorna de intentar evaluar los daños que se derivan de los festejos falleros. Mobiliario urbano, jardines, contenedores, papeleras constituyen esos sumandos que finalmente nos aproximan, en una de sus partidas, a lo que nos cuestan los desmanes que se producen en el transcurso de unas fiestas que ya nadie es capaz de controlar. Decir que la cuenta es inferior a los 119.583 euros del año 2002, no es más que un ejercicio de equilibrio cívico imposible. Las fallas se nos han escapado de las manos y ya es hora de que alguien reflexione sobre el coste que a la ciudad.

Martín Domínguez Barberá escribió que de la atmósfera propicia, del ambiente luminoso, de un clima benigno, de una ciudad gremial y no feudal, de un pueblo alegre y señor de la calle, surgió la falla. La idea es ésta pero la realidad se aleja de esta visión.

¿Alguien puede imaginar el gran perímetro de las metrópolis del mundo colapsado por la celebración de una fiesta a lo largo de cinco o seis días? Nueva York, París, Londres, Roma, Madrid o Barcelona podrían servirnos de pauta. Aquí, por fin, estamos preocupados porque las ofrendas se han convertido en desfiles interminables. Y han saltado las alarmas porque su dislate es incompatible con el pleno lucimiento de la fiesta. Pero la contaminación acústica, la invasión de churrerías pestilentes, las discotecas móviles, las carpas que invaden las calles y la suciedad que se genera sin forma humana de combatirla, convierten la ciudad en un escenario apocalíptico. Nada que ver con la visión apacible y acogedora de un entorno urbano que con sus fiestas de primavera pretende ser un referente mundial en la tercera semana del mes de marzo.

En este caso Valencia goza y se transforma, pero sin perder de vista que también hay otra lectura del fenómeno que sufre. Es probable que si surgiera un partido político defensor de las injusticias, dispuesto a combatir la prepotencia y la desfachatez que perjudica a los demás, es muy posible que obtuviera unos resultados nada despreciables. Los grandes partidos deberían reflexionar sobre las consecuencias de la fórmula electoral de pan y circo, cuando esta se extralimita.

Los valencianos aprendieron el sentido de la palabra damnificado —tremendo vocablo— en la célebre riada de octubre de 1957. Daño, perjuicio y condena están implícitos en ese concepto. Los damnificados tienen la peculiaridad de estar necesitados sin solución y a expensas de que alguien con capacidad de respuesta se ocupe de ellos.

El ciudadano no comprende que con su contribución a las arcas municipales se financie su desgracia. Es urgente ponerle freno al desmadre. Es preciso elaborar una regulación de la fiesta que la haga compatible con la vida civilizada de los ciudadanos que, en muchos casos, están obligados a trabajar y desplazarse para que los falleros dispongan de lo que necesitan para disfrutar. Los taxistas han terminado por colgar los trastos en buena medida, mientras muchos habitantes abandonan su ciudad. Pero este disparate de bullicio e inseguridad es injusto, sobre todo, para quienes por su edad o su salud no pueden o no quieren abandonar su entorno habitual de convivencia. Los valencianos también tienen derecho a no ser falleros.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_