La impaciencia de Aznar
Hace un año, después del congreso del partido, el Gobierno de José María Aznar tocaba el cielo. Pero en los últimos meses se ha ido encontrando en su camino con una creciente contestación social a sus políticas e iniciativas que le ha hecho bajar de ese limbo, aunque sin comprender bien las causas. La razón es que José María Aznar, en su deseo de resolver durante su mandato todos los problemas pendientes del país y de cambiar las conductas sociales que considera inadecuadas, está sometiendo a la sociedad española a una concentración de problemas y a un estilo de hacer políticas que provoca quiebras de consensos sociales y grados de enfrentamiento político e ideológico desconocidos desde la democracia. Al actuar de esta manera no sólo está deteriorando una labor de Gobierno que, en algunos sentidos, puede considerarse buena e innovadora, sino que está comprometiendo la continuidad de su partido en el Gobierno en las próximas elecciones.
¿Por qué arriesga tanto al final de su mandato? ¿A qué responde ese deseo compulsivo de querer resolver problemas y cambiar conductas sin tener en cuenta las condiciones para hacerlo? Una posible explicación está en lo que podríamos llamar las consecuencias no queridas de su decisión de autolimitar a ocho años su permanencia en el Gobierno, al modo de los presidentes de los EE UU. Esta autolimitación puede haberse convertido en una autotrampa. Al no disponer de mayoría suficiente, habría utilizado la primera legislatura para hacer aquellas políticas que le permitían ganar la segunda, y ahora tendría que utilizar los cuatro últimos años para hacer todo lo que le hubiera gustado llevar a cabo desde el primer momento. Esto explicaría esa sensación de precipitación y urgencia que ofrecen muchas de las políticas e iniciativas de estos dos últimos años. Ésta es una hipótesis plausible, pero me parece insuficiente para comprender de forma adecuada el estilo de hacer políticas de Aznar. Hay que profundizar un poco más en las motivaciones de su conducta.
Tengo para mí que el comportamiento y las opciones de Aznar no responden tanto al perfil y motivaciones del político tradicional -aquel que sólo hace aquellas políticas que le garantizan la permanencia en el poder-, como a las del político-reformista-moralizador, que busca cambiar las actitudes y pautas de la sociedad en la que vive, aun cuando esto le reporte sinsabores y un cierto coste electoral.
La historia está llena de personas de este tipo, dispuestas a abandonar una posición personal o política confortable para hacer algo que ellas consideran extraordinario. Los manuales de psicología describen a los reformadores-moralistas como personas que creen tener una misión en la vida, un deber moral que les lleva a desear mejorar el mundo en que viven, utilizando para ello el grado de influencia que tienen. Creen ser representantes de valores y criterios sociales objetivos, y piensan que su obligación es acicatear a los demás para que estén a la altura de esos valores. Por eso acostumbran a ver a los que les rodean como niños perezosos e indolentes o, por lo menos, menos maduros que ellos. Por eso se les ve animados por una especie de rabia reformadora, dirigida a lograr que cambien de conducta y sean capaces de enfrentarse al mundo con su propio esfuerzo, sin buscar la ayuda de los poderes públicos. Esta rabia les hace aparecer como seres irritables e impacientes, lo que, a su vez, hace que sus sugerencias resulten, o sean percibidas como, amenazadoras. En este esfuerzo por reformar el comportamiento de los demás actúan, a decir de los psicólogos, como independientes de campo, es decir, como personas que no necesitan del consentimiento y del aplauso externo para llevar adelante las políticas que creen deben llevar a cabo. Su recompensa está en ese sentimiento del deber moral cumplido y en la convicción de que tarde o temprano se acabará reconociendo su esfuerzo a favor de los demás.
La conducta política de Aznar responde, en mi opinión, a ese perfil psicológico del reformador moralista y educador que actúa con independencia de campo. Como cree que las actitudes de los españoles han sido maleadas por su dependencia durante años de las políticas públicas, busca cambiar ese sesgo en el bienestar por el de la responsabilidad individual frente al propio futuro. Ley de calidad de la enseñanza, la nueva ley universitaria, la reforma laboral, la ley del déficit cero, la reforma de la justicia, la ley de partidos, la reforma de las pensiones o la opción en favor de los planteamientos políticos de George W. Bush y Tony Blair en vez de los de la vieja Europa, buscan ante todo cambiar conductas y actitudes que él considera perezosas, indolentes y erradas. Por eso la mayoría de las leyes mencionadas ponen más el acento en la introducción de nuevas reglas de conducta que en los recursos financieros necesarios para ponerlas en marcha.
Esta actitud moralista y educadora provoca, como estamos viendo en los últimos meses, que los demás se resistan a sus opiniones y reformas, aun en el caso de algunos que estén de acuerdo con sus principios. Pero más allá de este rechazo, quisiera señalar aquí dos posibles consecuencias perversas relacionadas con su forma de resolver problemas.
La impaciencia de Aznar en querer reformarlo todo da lugar a un estilo de hacer políticas en el que la motivación para resolver problemas se adelanta a la comprensión de la naturaleza de los mismos y de los requisitos necesarios para resolverlos de forma adecuada. Este estilo presta más atención a la identificación de problemas que a la búsqueda de las alianzas y consensos sociales necesarios para hacer esas reformas aceptables y duraderas. Su elección de problemas a resolver ha sido, en muchos casos, acertada. En las elecciones de 1996 supo conectar, como Felipe González lo había hecho en 1982, con una corriente de opinión que quería cambiar y modernizar muchos aspectos de la vida pública española. Los esfuerzos para la entrada de la peseta en el euro, las privatizaciones y la liberalización de la economía son ejemplos de ese acierto. Pero una cosa ha sido la identificación de problemas y otro el estilo impaciente y compulsivo con que los ha abordado. Tomando prestado el comentario de The Economist, con ocasión de la huelga general provocada por el decretazo, se podría decir que la sustancia de la política de Aznar ha sido buena, pero otra cuestión es su estilo.
Un segundo riesgo que a la larga puede ser muy negativo, derivado de esa impaciencia en resolver de una tacada todos los problemas, es que la falta deconsenso social sobre muchas de las reformas que ha puesto en marcha puede dar lugar a que los Gobiernos que vengan detrás se sientan tentados a comenzar desde cero la resolución de esos mismos problemas, despreciando los esfuerzos anteriores y despilfarrando energías y aprendizajes sociales importantes. Este riesgo a comenzar de nuevo se puede entrever ya en las advertencias del líder del partido socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, quien en más de una ocasión ha anunciado que cuando llegue al Gobierno cambiará muchas de las políticas del actual Gobierno.
José María Aznar debería ser consciente de estos riesgos. Si no lo estropea al final de su mandato, su labor política tendrá una indudable transcendencia histórica. Por un lado, ha sabido resistir las presiones de su entorno, que desde su llegada al Gobierno le pedían modificar la legislación progresista y laica en materias tales como el aborto, el divorcio o la religión en la escuela. Aunque sólo fuese por esto, creo que le corresponde el mérito de haber abierto el camino a una nueva derecha en España. Por otro lado, su decisión de autolimitar su permanencia en el poder a dos legislaturas puede abrir una nueva tradición de signo liberal en la política española, difícil de modificar por los que le sigan. Pero la trascendencia histórica de su labor de gobierno puede quedar empañada por las consecuencias de esa impaciencia que empuja a muchos reformadores, y que ya Flaubert definió en el siglo XIX con la expresión de la rage de vouloir conclure, que podría traducirse como la rabia o manía de querer resolver todos los problemas. De no controlar esa impaciencia, José María Aznar acabará rompiendo consensos básicos en la sociedad española y disminuirá la capacidad de influencia de España en Europa y en el mundo, en particular, en Latinoamérica. A la vez, perjudicará a su propio partido, arriesgándose a que la persona que le sustituya no gane las elecciones. Y éste será, a la postre, el criterio con el que los suyos acabarán juzgando toda su obra política.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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