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Un homicidio en busca de autor

El sumario por el asesinato del abogado Rafael Martín-Peña, hace tres años y medio, ha sido archivado. Existen, sin embargo, pistas que podrían haber conducido hasta el, autor o autores del hecho

No había ninguna prisa. Aquel día, el 4 de octubre de 1978, parecía claro que los peores momentos quedaban atrás, tal vez definitiva mente. En realidad, para él, Rafael Martín-Peña, todo mal momento era un estímulo, un pretexto para salir de casa un minuto antes que de costumbre, un poco más deprisa que de costumbre y, cayera quien cayera, mucho más resuelta mente que de costumbre. Tenía 46 años, cinco hijos, un Rolls-Royce, un Lamborghini, un Mercedes Benz y casi todos, los pequeños signos de prosperidad que acompañan a los triunfadores: las reverencias de los guardacoches, la fiel seguridad de los camareros de los restaurantes, el silencio de los billetes de propina sobre la bandeja y, sobre todo, una sensación especial, el sentimiento de que para él, para el viejo Rafa, había un sitio privilegiado en cualquier parte, un hueco alrededor del cual las cosas se movían necesariamente a un ritmo concreto; al. ritmo Rafa, vamos. Y de una manera o de otra seguía teniendo el dominio de PROASA, su empresa favorita y su principal fuente de ingresos. Ya no era presidente del consejo de administración, pero ¿qué más daba? Casi todos los asuntos importantes seguían pasando por él. Francisco-Javier Oiver Lostao, el nuevo presidente, tenía muy claro que nadie sabía manejar como el viejo Rafa todo lo relacionado con la vida íntima de la empresa, y en la duda sólo resolvía después de consultar con él. Ahí estaba, como ejemplo, la deuda de don Carlos Serna con Avelino Zaitegui. Por cierto, que don Carlos Serna, el fundador de PROASA, era otro problema. ¿Cómo seguir conciliando los intereses personales de Don Carlos, que él mismo había llevado siempre como abogado y asesor jurídico, con sus propios intereses martinpeña y, con los intereses generales de la compañía? ¿Cómo eludir. la influencia de su mujer, doña Amalia Sánchez de Serna, y de su hijo José Carlos, el delfi, abiertamente opuestos a la martinpeñización de la empresa? Porque no había ninguna duda: él seguía. siendo el influyente Rafa, pero, viendo las cosas desde la fecha de hoy, 4 de octubre, don Carlos había dejado de ser don Carlos hacía mucho tiempo. En el interior del Mercedes, el viejo Rafa consultó su reloj Universal Génève; no era temprano, pero no había prisa, y anotó algo con su pluma Waterman. Aunque con los años había cambiado mucho su antigua imagen de atleta bien entrenado, seguía ofreciendo un aspecto dinámico, saludable. El bigotito militar de sus años de estudiante de Derecho se había convertido primero en un bigote curvo, un bigote de guías duras, afiladas y grises, como un doble garfio, y después en el bigote ancho, geométrico y sin perfiles metálicos que ahora se retocaba en un gesto involuntario. Su cara, en principio estrecha y aguda, casi triangular, se había redondeado con el paso del tiempo: las entradas, las arrugas y las canas habían disimulado un poco la expresividad rotunda de veinte años antes, pero todavía se apreciaba bajo la pequeña máscara transparente de las gafas, un brillo que seguía animando su expresión, sus gestos de conversador, y que se entendía muy bien después, cuando apoyaba firmemente los puños en la mesa de su despacho y daba un asunto por concluido diciendo simplemente "Esto es así, y no hay más camino que éste". Su traje príncipe de Gales casi parecía una prolongación del pelo. Era, más que un toque de elegancia, el final de un uniforme que empezaba en la pluma y pasaba por el reloj y el talonario de cheques. No era temprano, pero no había ninguna prisa, y él, Rafael Martín-Peña, seguía siendo el mismo mientras se acercaba a bordo de su Mercedes al despacho de PROASA en la calle de Larreta, números uno y tres; y sin embargo, cómo había cambiado Carlos Serna Antón, don Carlos. Carlos Serna: ascensión y caída Don Carlos había fundado Protección y Asesoramiento, S.A. (PROASA), en 1955, cuando sólo tenía 33 años y no era más que "un simple agente de seguros", decían sus enemigos. La compañía empezó a operar con un capital de 100.000 pesetas; pretendía ser, entre otras cosas, un servicio de asesoramiento contable, mercantil y fiscal. Poco a poco fue transformándose en un consulting de abogados a la americana; en una compleja organización que servía documentos de alto interés a decenas de empresas necesitadas de informes jurídicos y mercantiles, y que abría continuamente delegaciones en nuevas provincias: si alguna no era suficientemente rentable, se cerraba, y en paz. Pero Carlos Serna no se conformaba con PROASA. Estimulado por la fiebre industrial que se extendía como una epidemia, maduró nuevas ideas, nuevos negocios. En la década de los setenta ya había fundado una abigarrada serie de empresas cuyos fines eran tan heterogéneos como el arte y la, sopa de cebolla. A PROASA se sumaron COTEPESA, ASERMA, SERARTE, INHOLSA, CENTRINVER y el restaurante Las Lanzas. Detrás de la parrilla del motor de su Rolls-Royce, diseñado en forma de Partenón según costumbre de la casa, la figura interminable de don Carlos era exactamente la figura de un semidiós. Era un semidiós que siempre había tenido una indisimulada preferencia por Martín-Peña. Le había conocido con pelo de estudiante; en seguida se dijo que a aquel muchacho inquieto, preparado, servicial, a aquella gran esperanza blanca, había que darle una oportunidad. Además, sus personalidades parecían ser complementarias: don Carlos sabía fabricar relojes; Rafael sabía darles cuerda. Muy pronto, Rafael, Rafa, comenzó a dar cuerda a PROASA. La compañía funcionaba. Más allá de su Partenón de acero cromado, don Carlos comenzó a verte, tan leal, tan activo, como su hombre de confianza; su asesor jurídico para todo. Y cada cual seguía estando en su sitio: don Carlos le miraba de arriba-abajo, y él, Rafa, de abajo-arriba. En 1976, las mayores empresas del holding Serna tienen dificultades. El imperio se tambalea. Llegan los problemas económicos. A finales del 77, suspenden pagos ASERMA y COTEPESA. Rafael se encarga de los trámites. Don Carlos, que interiormente considera culpable del fracaso a Francisco Femández Cantero, su gerente, se declara también en suspensión de pagos como comerciente individual. La estrategia de Rafael consiste en resolver cada suspensión negociando con la máxima dureza y en evitar por todos los medios que las deudas salpiquen a PROASA. Cuando se derrumba SERARTE, llegan unos gitanos de Salamanca a quienes se debe unos cuadros. Rafael se encierra con ellos en el despacho. Se dice que traen una pistola y que están dispuestos a todo. Rafael da con las palabras justas, golpea con las palabras justas. Salen del despacho satisfechos. Los otros ejecutivos respiran. Resuelve también el problema de Cota Chico. Como minuta por sus continuas intervenciones, se cobra el Rolls del jefe y por fin puede ver, más allá del largo lomo del motor, la estatuilla El Espíritu del Extasis, y al fondo, toda para él, la carretera. Alguien comenta que las posiciones están cambiando en la cúpula empresarial. Zaitegui, el prestamista Hay, sin embargo, un asunto que le inquieta por encima de todos: la deuda de don Carlos con Avelino Zaitegui, un constructor de Santurce que reclama algo más de 120 millones de pesetas. Zaitegui ha prestado a don Carlos varias partidas de dinero al veintidós y al treinta por ciento de interés, y es sin duda un hombre tenaz. Confía en don Carlos y, para mayor complicación, don Carlos confía en él. Hay un momento en que las cosas se complican terriblemente en el imperio industrial; por lo visto, sólo hay un modo de cobrar: consiguiendo que la deuda sea re conocida por PROASA como deuda propia. Don Carlos quiere pagar. Martín-Peña dice una y mil veces que ésa es una deuda personal, no de la compañía. Avelino Zaitegui es un hombre rudimentario, riguroso: él quiere cobrar como sea. Recuperar su dinero. El viejo Rafa se convierte en un di que: cuando las letras de cambio son desviadas hacia PROASA, las impugna por defectos de forma sugiere cargos de usura contra el prestamista, resiste. A mediados de 1977, por capitulaciones matrimoniales, don Carlos cede las acciones a su mujer, Amalia Sánchez, y no obstante Martín Peña sigue temiendo por la compañía: esas acciones deben estar siempre a salvo, fuera del alcance de los acreedores. ¿Qué sería de PROASA si...?. Aconseja a don Carlos una nueva táctica: ahora, el 84% de las acciones está en manos de doña Amalia, el 10% en sus manos, y el 6% restante, en las de los delegados de la compañía. Sería conveniente que la titularidad del 84% se transfiriera, aunque fuese temporalmente, a los delegados, "ente de probada lealtad que tiene que hacer frente a los avales a diario". Naturalmente, la familia Sernseguiría disfrutando de los beneficios de las acciones. Acaso no estaría mal un período de doce años, tiempo suficiente para recuperarse. Finalmente se acepta que la titularidad pase únicamente a dos delegados: el de Bilbao y el de Sevilla. Avelino Zaitegui negocia directamente con don Carlos. Quiere cobrar, y don Carlos quiere que cobre. Martín-Peña esquiva, bloquea, aplaza. Ahora convence a don Carlos para que abandone la presidencia del consejo de administración y se retire a su casa de Sevilla; sería un retiro económico con un buen sueldo asegurado. El 5 de abril de 1978, don Carlos deja el consejo de administración. Desde ahora, Rafa ocupa la presidencia, y su hermano Enrique, la primera vocalía. Avelino Zaitegui quiere cobrar a toda costa. Pide, una vez más, su dinero. José Carlos Serna: ascensión Desde la cúpula, Martín Peña emprende varias acciones que son mal recibidas en Sevilla: otros dos delegados, miembros políticos de la familia, son censurados y corregidos por el nuevo presidente. Avelino Zaitegui quiere cobrar. Acaso Martín-Peña estaría dispuesto a reconocer la deuda si hubiera una rebaja sustancial. Pero frena, sortea, vuelve a impugnar. La familia se queja: parece que algunas resoluciones ejecutivas están dirigidas contra sus intereses. Don Carlos vacila. José Carlos, el delfín, interpela, hace llamadas a la paz. Avelino Zaitegui quiere cobrar, don Carlos quiere pagarle. Julio de 1978 es un mes de grandes cambios. Don Carlos está enfermo. Parece tener un grave agotamiento psíquico y sufre grandes depresiones. La familia contraataca para recuperar de hecho el control de la empresa. A mediados de mes, Rafael Martín-Peña escribe dos cartas, o quizá dos jeroglíficos, a don Carlos. Seguirá defendiendo los intereses de la familia en PROASA por encima de la voluntad de la propia familia. No hay respuesta. Rafa dimite. No obstante está decidido a mantener su peso empresarial y su estrategia. Avelino Zaitegui quiere cobrar, la familia Serna quiere pagarle. El nuevo presidente Francisco-Javier Oliver, ex delegado de Bilbao, se aconseja de Rafa. Impugnar, bloquear, aplazar. A fin de mes, doña Amalia, su hijo Carlos y Rafael se reúnen a comer en el restaurante Mister Pickwick. Entre los álamos de la Florida, el perfil anglosajón de la casa se deshace. Es difícil saber qué está sucediendo detrás de las cristaleras. Sin embargo, alrededor del robusto tablero, las tres figuras son perfectamente visibles a la luz de las velas. Los grabados hípicos, las pipas de fumador y los sombreros de copa se desdibujan y reaparecen a intervalos. Doña Amalia, José Carlos y Rafael discuten. Sí, parece que están discutiendo. A la salida se les pierde de vista. De vuelta en casa, Rafael tiene un corte en la cara y varias manchas de sangre en la camisa. Cuenta que, acabado el almuerzo, los Serna volvieron a Madrid por la colonia, y que él se iba a la carretera de La Coruña, camino de su chalé de Navacerrada. Al llegar al stop, dice, se detuvo. Se le acercó un muchacho que llevaba un perro, un dálmata. En un momento dado, una voz le preguntó si le gustaba el perro, él dijo que sí, y entonces apareció un segundo muchacho y le golpeó; le golpeó con algo de metal, dice. Luego, dice también Rafael a sus hermanos, a sus amigos, él decidió desviarse hacia Madrid y, más o menos casualmente, logró alcanzar a los Serna en la Plaza de Cristo Rey. Dice que les contó lo sucedido y que les pidió utilizar el teléfono del coche para dar aviso a la policía. Unas horas después montó la pistola y, acompañado de sus hermanos, volvió a La Florida. Cerca del restaurante vieron a un muchacho con un perro. Cambiaron algunos golpes. De repente, Rafael pareció reflexionar, dijo que no, que se había equivocado, y que el muchacho no tenía nada que ver con el agresor. Finalmente le tendió la mano, le pidió disculpas y le entregó una tarjeta de visita en prueba de amistad. Francisco-Javier Oliver Lostao sigue aconsejándose de él. Avelino Zaitegui quiere cobrar. PROASA no se hace cargo de la deuda todavía. Como un falso dálmata que hubiera acertado a esconderse entre las chimeneas de los polígonos industriales, Madrid comienza a llenarse de manchas. El 4 de octubre, a última hora de la mañana, Rafael Martín-Peña llega a su despacho de PROASA. Ya no es el muchacho afilado de los años de Facultad, pero conserva el brillo en los ojos, la reprisse y la determinación. Mira el Universal Génève. No es tarde todavía. A la hora del almuerzo, vuelve al coche y se marcha al restaurante La Fragua. Allí le espera Arturo Fernández, gerente del club de tiro de pichón de Cantoblanco. Está muy tranquilo. Chispean los cubiertos, la propina se queda en silencio sobre la bandeja. El desenlace Hoy, 4 de octubre, Avelino Zaitegui ha llegado a Madrid. Se ha hospedado como siempre en el hotel Ifa. A la hora del almuerzo está reunido con José Carlos Serna Sánchez y con el abogado Suárez Valdés, compañero de bufete. Cambian impresiones. Zaitegui está interesado en la renovación de una partida de letras; nada trascendente. Al parecer ni siquiera se habla de la decisión definitiva de PROASA sobre la deuda. La reunión se prolonga. Un pub. Los reunidos toman unas copas. Siguen las conversaciones. Rafael Martín-Peña ha concertado una entrevista con un abogado amigo. No hay prisa. Tal vez sea más cómodo dejar el coche junto al restaurante La Fragua; luego, antes de volver a casa, ya habrá alguna forma de recogerlo. Rafael, el viejo Rafa, acomoda sus dos talonarios de cheques en uno de los bolsillos de su chaqueta y sale hacia de la calle de Goya. Todo Madrid se puebla de dálmatas, letras de cambio, silenciosos Mercedes y cubitos de hielo que flotan sobre charcos dorados en cientos de tubos de cristal, y ¿quién sabe lo que en realidad está pasando en Madrid? ¿Quién conoce los secretos del laberinto, la clave de cada conversación, la intimidad última de más de tres millones de conciudadanos?. A las 7,30 de la tarde, cumplido el trámite, Rafael Martín-Peña llega al bufete de la calle de San Agustín, 3. Allí se encuentra con sus compañeros Alberto La Calle, también ejecutivo de PROASA, y Nogueira. No está nervioso, ni tiene por qué sentirse frustrado, a pesar de su aparente separación de la cúpula de la compañía. Todo el mundo sabe que desde las 33 delegaciones se le sigue viendo tal como ha sido siempre: directo, implacable, ágil, desconfiado, influyente, incapaz de ceder un solo centímetro en una negociación; a ver, ¿quién se atreve a oponerse a Rafa?. Alguien dice que en él se ha dado el curioso fenómeno que a veces ocurre en ciertos grupos de profesionales: no es el que tiene oficialmente el poder, y sin embargo, en sucesivas aproximaciones, se ha convertido en un hombre fuerte, omnipresente, indispensable. Tantos años después, tantas batallas después, ¿quién va a atreverse a contradecirle? Hay en la compañía una convicción general¡zada: casi ' todos los grandes asuntos siguen pasando, de un modo o de otro, por él. A eso de las 9,30, Avelino Zaitegui se ha retirado a descansar en su habitación del hotel IFA. José Carlos Serna y su compañero Suárez Valdés también se retiran. Desde el bufete, Rafael llama a Carmen, su mujer. Se ha olvidado de las llaves en casa y va a llegar después de las 10, es decir, a culquier hora de la madrugada, como siempre. Carmen dice que dejará las llaves en el umbral de la puerta; camufladas en un esquinazo, como siempre. A las 11,30 de la noche, Rafa habla con Nogueira. Sí, Nogueira le llevará hasta el restaurante La Fragua para que pueda recoger el Mercedes. Calle adelante hablan de una fiesta de cumpleaños. "¿Unas copas? Prefiero que las aplacemos hasta mañana, Nogueira". Nogueira está de acuerdo. Rafa acostumbra a rehacer sus planes así, de pronto. Se despiden en La Fragua. A las 12 de la noche, Rafael Martín-Peña deja el coche en su plaza de garaje de la calle del general Oraa, 62. Hasta el portal de su casa, en la calle del General Mola, 82, hay unos cien metros de distancia. Camina sin demasiada prisa. En el cine Mola están proyectando la película Grease y, por la hora que es, la gente debe de estar a punto de salir. Alguien le ve pasar. Alguien no: son dos o tres hombres; al menos uno de ellos, llamarse un hombre de confianza. Rafa les señala el portal. Se acercan. Rafa, siempre tan desconfiado, no desconfía nada. Les cede el paso en la puerta. El grupo atraviesa el portal, se dirige a ascensor. ...Cerca de las doce, un vecino cree oír una detonación. Mira desde la ventana. Dos hombres salen del portal del 82, suben a una moto y desaparecen. Un tercer hombre, de más edad, sale a continuación, mira a izquierda y derecha y desaparece también. Por lo visto no sucede nada. Poco después de las 12,30, los espectadores de Grease pasan junto al portal. ¿Qué hay allí? Es un hombre caído. Algún borracho, dicen. Finalmente, uno de ellos pasa junto a un radiopatrulla Zeta de la Policía Nacional y decide denunciar el asunto. Llegan los policías. El hombre está herido. No pueden entrar. Conectan la sirena y el mecanismo de los destellos azules. Los espectros de John Travolta van y vienen por la calle, y desde la ventana, Carmen García Cabrerizo y su hijo mayor preguntan qué pasa. Hay un hombre caído en el portal. Bajan. Rafael Martín-Peña está muerto sobre un enorme charco de sangre. Evidentemente, el móvil no ha sido el robo: sigue llevando más de 18.000 pesetas y las dos chequeras en los bolsillos. En un segundo reconocimiento se descubre que no ha sufrido un balazo, sino dos. Tiene impregnaciones de pólvora en la piel, "A bocajarro". Entre los orificios de entrada de los proyectiles hay una distancia máxima de dos centímetros. "Ha sido un tirador muy rápido". Los policías recogen dos vainas del mismo calibre en el portal, "Nueve milímetros-corto: una Llama, tal vez una Star". Las investigaciones comienzan inmediatamente. Hay demasiadas trampas y, por si fuera poco, demasiados hilos. Será necesario meditar mucho antes de elegir uno: habrá que descartar el affaire de la Federación Castellana de Judo, cuyos archivos fueron quemados cuando Martín-Peña era presidente accidental, las partidas en el club de tiro, las discusión empresarial con los gitanos, la vida doble, triple, múltiple del viejo Rafa. El mismo día 5, alguien añade una pista falsa más: dice que reivindica el atentado en nombre de un desconocido grupo ultraderechista canario y que Martín-Peña había mantenido contactos con el MPAIAC. Los investigadores sonríen: uno de los carnés que portaba la víctima es el de Falange. Poco después, PROASA reanuda sus negociaciones con Zaitegui. Por fin hay acuerdo. Luego, José Carlos Serna Sánchez llega a la presidencia del consejo de Administración, que hoy ocupa todavía. A principios de 1980, don Carlos se suicida en el hotel Eurobuilding. Transcurridos cuatro años desde la desaparición del viejo Rafa, hábilmente analizado el pedigree de todos los falsos dálmatas, o el valor de un segundo de vacilación, o el mensaje de unos puntos suspensivos en un escrito, los policías han conseguido saberlo todo, salvo quién disparó. Y no les ha servido de nada, porque entre una conjetura y una evidencia hay apenas el espesor de un hilo de cometa. Una distancia tan grande como la que separa un vulgar homicidio con obcecación de un frío y académico crimen perfecto.

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