Esquinas de la comedia humana
Sigue a su ritmo exacto el goteo de películas de la magnífica tribu cinematográfica que Robert Guédiguian ha fundado hace alrededor de una docena de años en su Marsella. Conocemos aquí Marius y Jeanette, Un lugar en el corazón y La ciudad está tranquila, tres obras inolvidables. Y ahora nos llega Marie-Jo y sus dos amores, en la que, sin escapar de su territorio, íntimo y mítico, del barrio marsellés de L'Estaque, el cineasta francés se sale un poco de sus vibrantes relatos de la luz y la sombra del suceso de vivir y nos propone un respiro sentimental, un relato de amor triangular, en el que las luchas sociales, visibles unas y latentes otras, en el mundo mediterráneo de ahora se sitúan en la pantalla de fondo y dejan la boca de la escena a un conflicto de paredes adentro, un delicado juego de amor y desamor, que no alcanza las alturas trágicas de obras anteriores de Guédiguian, pero que, como ellas, emociona y cautiva.
MARIE-JO Y SUS DOS AMORES
Dirección y guión: Robert Guédiguian. Intérpretes: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan, Julie-Marie Parmentier, Jacques Boudet, Yan Tregouët, Frédérique Bonnal. Género: drama. Francia, 2002. Duración: 124 minutos.
Con facilidad y sencillez, sin dar sensación de elaboración, vivimos un idilio entre adultos completamente creíble, sin cosmética, a flor de piel. Y Guédiguian -dando vuelos al talento de una Ariane Ascaride flanqueda por Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan, que mantienen con ella un juego de réplicas eminente- logra un sereno drama a media voz, que da variedad, y enriquece con un ángulo de visión inédito, a su búsqueda de esquinas de la comedia humana, a su indagación dentro de las situaciones mayores de la vida de ahora.
Hay gotas de pesimismo en las idas y venidas, alrededor del hervidero humano del puerto de Marsella, de los personajes de esta notable película, pero dentro de estas gotas de negrura, de la médula trágica que rezuman, salta esa peculiarísima alegría de vivir que marca el estilo de este cineasta, lleno de naturalidad, de transcurso apacible y ajeno al exceso de gestualidad, pero no obstante herido por un grito callado, que hace del cine de este artista una llamada simultánea, y no estridente ni gritona, al dolor y al gozo de vivir.
Y reconforta ver en la pantalla a gente humana, no a los marcianos habituales que pueblan de mentira las pantallas, sino personas veraces y vivas, que nos obligan a hurgar en la memoria para buscar allí sus huellas. Está el cine de Guédiguian lleno de quienes vamos a verlo, de vida vivida por quienes lo contemplamos. De ahí el flujo de fascinación que crea.
Babelia
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