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Columna
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Las manos a la cabeza

Decía Jaime Mayor algo así como que las manifestaciones contra la guerra estaban favoreciendo a los nacionalismos. Bien, pueda ser que tenga razón, pero me asombra su lógica berroqueña. Parece haber encontrado aquel punto de apoyo que Arquímedes echaba en falta para mover el mundo. Su punto, está claro, son los nacionalismos; desde ahí se puede mover el mundo, e incluso destruirlo. Toda otra causa o actuación resultan fútiles. Es decir, todo está permitido desde el momento en que cualquier clase de oposición es descalificada por ese motivo preferente de que favorece a los nacionalismos. De esta forma, se pueden tener las manos libres para cualquier iniciativa: la guerra, pongo por caso.

Al argumento, como es natural, se le puede dar la vuelta. Si los nacionalismos son el problema preferente, no tomemos ninguna iniciativa que provoque una previsible reacción que pueda favorecerlos. No hagamos la guerra, por ejemplo. Pero ya ese mi Arquímedes replicante que me chafa todas las salidas fáciles me reprocha que soy un tonto, y que no he caído en la identidad esencial que aúna nacionalismos y guerra y que echa por tierra mi cómoda réplica. Veamos, la lucha contra los nacionalismos no excluye una iniciativa como la guerra, que va en su misma dirección. En ambos casos, se trata de defender la democracia y la libertad, de donde resulta que quienes se oponen a la guerra contra Irak acaben beneficiando a los nacionalismos. De verdad que no sabría decir si este tipo de argumento se corresponde con el que se conoce como de reductio ad absurdum. Yo lo llamaría, más bien, argumento del chocolate del loro. El chocolate son, por supuesto, la democracia y la libertad. Es muy parecido a lo que solía profesar un viejo conocido mío: por amor iba a misa los domingos y, también por amor, a los tugurios casi todas las noches; incluso desvalijó por amor a una novia rica que tuvo y a toda su familia. En ese caso, el chocolate del loro era el amor: quítenlo y nada se ahorra.

No sé si a estas alturas alguien cree ya que el móvil de la guerra de Irak sea la defensa de la democracia y la libertad. Simplificando, está claro que son opciones de poder las que guían hacia ese apetitoso plato. Como casi siempre. Y si dejamos para otro día algunas disquisiciones piadosas, tendremos que reconocer que el mundo siempre se ha reordenado a base de bombazos, y que las cosas han salido unas veces mejor y otras peor. Alejandro y Napoleón nos han fascinado demasiado, hasta ocupar nuestros corazones incluso en la private life, como para que nos esmeremos ahora tanto en buscar florituras para justificar que somos pacifistas pero que hay guerras necesarias. Todas las guerras son necesarias, pues todas se hacen por necesidad y no para defender la democracia y la libertad. Se hacen por necesidad de poder, y las hace quien cree estar en condiciones de incrementarlo o de asegurarlo. Bien, ya hemos sido todo lo cínicos que la ocasión nos permitía, pero a veces hay que poner los puntos sobre las íes.

Está claro cuál puede ser el móvil de la potencia dominante: en la medida en que cree que puede hacerlo, está dispuesta a moldearse un mundo que le venga como anillo al dedo. Lo que no está tan claro es cuáles sean los motivos de la tercera parte contratante, España, pues no parece que pueda ponerse el mundo por montera, por mucho traje de luces que vista para la ocasión. Pudiera ser que su absurda beligerancia aportara el ideal de nobleza que toda causa innoble requiere para resultar convincente: ¿por qué puede meterse España, ¡y de qué forma!, en semejante berenjenal, si no es por la defensa de la democracia y la libertad? ¿Podrá extraer algún otro beneficio, algunos negocios, algunas pesetitas? Quizás, pero no parece verosímil que por esos réditos someta nadie a crisis a la vieja Europa, actúe al margen de las decisiones de la ONU, o dé un giro de ciento ochenta grados a la política exterior de su país

Ese es el móvil, una toma de posiciones en el nuevo orden que pueda derivar de esta guerra. Una oportuna militancia por una operación que refuerce la idea de España, esa que el viejo europeísmo y el consenso constitucional debilitaban. Y olvidémonos del chocolate del loro y llevémonos las manos a la cabeza. ¿No será este nacionalismo de nuevo cuño, y no la oposición al mismo, el que está alimentando a los viejos nacionalismos? No se rompe tan fácil el equilibrio posconstitucional, logrado con tantas dificultades, sin que nos visiten los fantasmas de la involución y del desastre. Esperemos que al señor Aznar le salga bien su guerra y consiga imponernos su nuevo orden sin que eso nos cueste apenas sangre, apenas sudor, apenas lágrimas. ¡Vive la France!

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