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Los platos rotos

Yerran, a mi juicio, quienes piensan que el incondicional alineamiento de Aznar con Bush en la crisis de Irak responde a una iluminación repentina, a una súbita revelación. No hay tal. Se trata, por el contrario, de la culminación de un proceso que viene de lejos, fruto de una psicología, merecedora de estudio, en la que se dan cita un acomplejado nacionalismo, su inevitable dosis de recelo antieuropeo y la tradicional veneración de cierta derecha española hacia Estados Unidos, que ya le sacó las castañas del fuego hace exactamente cincuenta años. Como en tantas otras cosas, y en particular en cuestiones de política exterior, el proyecto de Aznar, su designio, se resume en hacer tabla rasa a cualquier precio del pasado más reciente.

If ain't broken don't fix it, me decía reiteradamente Reginald Bartholomew durante la renegociación del convenio defensivo hispanonorteamericano vigente a finales de los años ochenta. ¿Por qué tocarlo, si no está roto, si funciona? Funcionaba, pero al gusto de ellos. El convenio firmado el 1 de diciembre de 1988 rindió sus primeros frutos en 1991 con motivo de la invasión de Kuwait por Irak. Al Partido Popular tampoco le gustó aquel texto, y se prestó a introducir en él numerosas enmiendas -¡el amigo americano siempre quiere más!- que nos han hecho perder buena parte de lo conseguido entonces: una relación más madura, equilibrada y sana, basada en una solidaridad compartida y libremente asumida, y no en utópicas contraprestaciones cuya primera factura es el entreguismo incondicional que estamos padeciendo. El estropicio no ha acabado ahí. La vajilla ha saltado en pedazos. Habrá que recomponerla.

Nos dicen que Aznar tiene una visión del lugar sobresaliente que corresponde a España en un mundo también soñado. La tiene. Es la visión de una Europa cosida con alfileres, socavada permanentemente por el caballo de Troya anglosajón, desprovista de una auténtica defensa común, pero tildada de inoperancia por los mismos que le niegan los medios para alcanzarla. Una Europa difusa y confusa, ampliada hasta los límites de lo irresistible para de este modo hacerla ingobernable, aplaudida ciertamente por Washington y Londres, y ahora también por Madrid. Aderezado todo ello de un resentimiento antifrancés, de recelo del llamado eje París-Berlín -único nervio de una Europa fuerte, del que Madrid jamás debió abdicar-, cabalmente reflejado en el insólito artículo publicado en un diario madrileño por el secretario de Estado de Asuntos Exteriores. Otro plato roto.

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Ya antes, en 1996, aquella visión adánica había tirado por la borda la lenta y fructífera política que se había elaborado con las naciones de Iberoamérica. Se trataba de erradicar todo vestigio del denostado felipismo, concienzuda operación de limpieza, como tantas otras ciertamente exitosas, cuyo ominoso anticipo fue el cese fulminante de los jefes de misión acreditados en catorce de sus capitales, Buenos Aires, Santiago, Montevideo, Brasilia, Bogotá, Caracas, Quito, La Habana y México entre ellas, además de la OEA. Vino más tarde la bronca con Marruecos, Perejil y la respuesta española, paradigma de altanería y desproporción; ese galleo al que tan aficionados somos cuando se trata del aparentemente más débil, y del que habrán tomado nota las opiniones públicas del mundo árabe, aunque sólo fuese por el simultáneo abandono por España de cualquier esfuerzo decidido de conciliación en el conflicto de Oriente Medio, consecuencia impagable de su alineamiento ideológico con Washington, que, sin embargo, no dudó en poner orden cuando la trifulca hispanomarroquí amenazaba con agitar las aguas del Estrecho. Se suma a la gestión de aquel incidente, que hizo del minúsculo islote el símbolo de un renacido neocolonialismo, la agresiva beligerancia de Madrid en la cuestión de Irak al amparo de una interpretación manifiestamente abusiva de lo estipulado sobre el recurso a la fuerza en la Carta de las Naciones Unidas.

Más platos rotos. La nefasta negociación sobre la colonia británica de Gibraltar, modelo de lo que no se debe hacer en diplomacia, producto precipitado de una amistad contra natura, ¿o acaso de una amistad entre iguales, entre dos líderes periféricos, euroescépticos a lo más, empeñados en hacer montón con los norteamericanos y, para ello, en quitarse de encima aquel engorroso asunto, sobre todo si el pagano es España? Sea ello lo que fuere, lo cierto es que a lo largo de 2002 se han enterrado los principios que han regido tradicionalmente la postura negociadora española. Y con ellos también la doctrina descolonizadora de la ONU en esta cuestión. Ahora, que tanto se clama por que Irak cumpla a rajatabla sus resoluciones, se echa de menos que Londres no dé ejemplo y cumpla las relativas a Gibraltar; que Washington, que tanto ha recurrido al veto en el conflicto de Oriente Medio, obligue a Israel a poner en práctica las concernientes a este conflicto que, en su estado actual, sí constituye una amenaza para la paz y la seguridad internacionales. Y que Madrid se lo exija, con idéntica energía al menos con la que invoca la 1441. Pero en lo que más directamente nos toca, Gibraltar, Aznar ha hecho caso omiso de las resoluciones 2070 (XX), 2231 (XXI) y 2353 (XXII), al descubrir, junto con Blair, la sorprendente fórmula de la cosoberanía. Se puso en marcha con alarde publicitario un diálogo que acabó siéndolo de sordos, pese a que quienes dialogaban se proclamaban amigos y eran los máximos responsables de la política exterior de su país. De aquel parto de los montes emergió una criatura abortiva que arrastró consigo el principio de la integridad territorial de España y fortaleció la vocación gibraltareña por la autodeterminación, que, con el referéndum, se ha apuntado un importante tanto publicitario: David contra dos Goliats. De rechazo, aquella criatura excitó paralela exigencia por parte de los nacionalismos vasco y catalán a la vista de que nos amenazaban con incrustar en el tejido social de España un quiste aún más privilegiado que el actual, un engendro de imposible gobernación conjunta, congénitamente antiespañol y cuya implantación hubiera exigido curiosamente la reforma de la Constitución, de la que tantos abominan. Se crearon falsas expectativas; se agitaron todas las opiniones públicas y, a la postre, tan dilatado proceso negociador quedó en nada porque desde el primer momento las posturas eran irreconciliables. ¿A cuento de qué tanto revuelo?

En este desolador panorama, que supone la quiebra de un quehacer común de más de un cuarto de siglo, habrá que ponerse a pensar en el post-Aznar, del mismo modo que quienes predican la guerra ya llevan tiempo haciéndolo respecto de lo que se llama el post-Sadam Husein. Hay que pensar en cómo recomponer los platos rotos. El último de ellos, el propio servicio exterior de España y el departamento que lo dirige, donde, por cierto, una pestilencia, no atribuible esta vez a Irak, amenaza la salud del personal del laberíntico edificio de la plaza de Salamanca. Hay que comenzar ya la reflexión sobre la imperiosa necesidad de rehacer la política exterior española. Sobre cómo volver a poner a España en su sitio, como decía Fernando Morán.

Máximo Cajal es embajador de España.

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