El viejo fantasma
En su célebre "Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta isla", escrita en Jamaica en septiembre de 18l5, Simón Bolívar -a sólo cinco años de comenzada la revolución platense- escribe que "juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un Gobierno central, en que los militares se lleven la primacía por consecuencias de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar". La premonitoria carta, en ese breve párrafo, nos anticipa el inevitable centralismo, el protagonismo militar, la república conservadora y esa indefinible "monocracia" que luego hemos llamado populismo y que hasta hoy persigue la historia latinoamericana como un fantasma irredento.
Nunca ha sido fácil definir el fenómeno, que en el caso peronista tuvo una analogía -e inspiración- en el fascismo italiano, pero que en términos generales tiene características propias y luego, obviamente, peculiaridades nacionales. En términos funcionales podemos decir que el populismo nace y se desarrolla en torno al fenómeno "caudillista" histórico en la región, procura el máximo de poder para el líder, sobre la base de una fuerte movilización de masas, a las que se atrae emocionalmente. Normalmente, ese conjuro pasional se funda en la instauración de un "enemigo del pueblo", el empleo de una teatral liturgia de espectáculos masivos y una invocación a los intereses del pueblo en su lucha contra quienes lo explotan. Por principio, no se ata demasiado a corsés jurídicos y mucho menos a ideología alguna, aunque normalmente es antimarxista y antiliberal a la vez, al encontrar siempre escollo en los sustentadores de esas concepciones racionalistas de la sociedad.
La naturaleza democrática del proceso ha estado siempre en el corazón del debate. "En cierto sentido", dice Rodrigo Borja en su Enciclopedia, "es la antidemocracia porque la democracia es la participación consciente y reflexiva de los pueblos en las tareas de interés general, mientras que el populismo es su intervención emocional y arremolinada, librada a las potencialidades taumatúrgicas del caudillo populista". A la inversa, hay quienes han sostenido, y en ocasiones con razón, que el populismo era toda la democracia posible en un cierto momento y lugar, frente a las opciones militaristas o las oligarquías tradicionales.
La cuestión es que si el fenómeno puede analizarse históricamente con sus luces y sus sombras, hoy, míresele como se le mire, resulta anacrónico. No estamos en los tiempos de Getulio Vargas en Brasil, o Rojas Pinilla en Colombia, o Perón en la Argentina, para que podamos pensar que sus "movimientos" sean el adecuado canal de expresión de una sociedad del siglo XXI, inmersa en una gigantesca revolución tecnológica que a todos nos impone la necesidad de competir cualitativamente, tanto en el terreno del conocimiento como en el de las garantías jurídicas de la inversión o de la estabilidad macroeconómica.
En el Brasil han pasado los miedos que en algún momento se instalaron en torno al entonces candidato Lula da Silva, pues él mismo se encargó -antes de la elección- de disiparlos: eligió un vice moderado, pactó con partidos de centro, hizo reconocimientos al pasado del país (incluso de aportes de los Gobiernos militares) y hasta aceptó el acuerdo con el Fondo Monetario. Instalado el Gobierno, el equipo económico transita por la más estricta avenida de la racionalidad y los históricos desvíos populistas (subir sueldos y bajar impuestos en el mismo acto) están fuera de todo contexto. La misma tranquilidad parecía asegurada para Bolivia con el triunfo electoral de Sánchez de Lozada y su alianza con el ex presidente Paz Zamora, pero el líder de los plantadores de coca ha encabezado una sangrienta revuelta y pone hoy un signo de interrogación sobre el futuro.
Donde había temor era en el Gobierno ecuatoriano, presidido por un ex militar que protagonizara un golpe de Estado vinculado a una explosión indigenista, pero allí la tormenta parece escampar: las primeras medidas del presidente Lucio Gutiérrez y su ortodoxo ministro de Economía apuntan al equilibrio fiscal.
En cambio, la situación tensa permanece en Venezuela. Y allí, el debate sobre el populismo transita sobre el eje clásico. Una oposición democrática se siente herida en su capacidad de expresarse, perseguida por grupos violentos adictos al régimen, amenazada en sus medios de prensa y libertad comercial. A su vez, un Gobierno legítimamente elegido se siente agraviado por lo que considera excesos de una oposición que reclama la caída de su líder mediante una persistente y multitudinaria movilización popular. Aquélla asume con razón su libertad de expresión y de protesta, pero un paro no le da legitimidad para sustituir al Gobierno. A su vez, éste puede mostrar sus originales credenciales jurídicas, pero no puede ignorar una protesta tan amplia y persistente, mientras se va deslizando hacia el terreno antidemocrático de amenazar a la televisión con quitarle sus ondas y a los jueces por no enjuiciar a los sindicalistas y empresarios que organizaron el paro. Se puede tener la legitimidad de la fuente del poder, pero ella también puede perderse si el Gobierno no se atiene a los límites de las garantías democráticas.
Más allá de esta situación particular, el panorama nos muestra que en todas las últimas elecciones han aparecido opciones populistas, pero que ellas no resultaron triunfadoras, caso boliviano, o bien que se reorientan rápidamente, caso ecuatoriano. Los vientos no hinchan las velas del viejo populismo y la razón es la del clásico artillero, que sin pólvora no podía disparar. Dicho en concreto, no hay medios para halagar a las masas con prebendas; tampoco existe espacio político para ganarse a Washington con el combate anticomunista al precio del despilfarro económico y libertades públicas.
El viejo fantasma suele excitarse en un continente cansado de ajustes y crisis, pero los tiempos lucen menos propicios de lo que parecían. Y en buena hora.
Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.
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