Golpe de cine libre contra la tortura
Los conventos irlandeses de magdalenas han persistido durante siglos, desde las feas tripas de la caverna medieval hasta hace poco más de diez años, es decir, ayer. Y sus cenizas, aún calientes, ahí siguen. En Las hermanas de la Magdalena, un puñado de cineastas de esos que no se guardan las espaldas reconstruyen estas dependencias eclesiales del infierno con la fuerza de convicción, el empuje y el coraje de un documento de guerra. Y es este filme un documento de guerra o, si se quiere, un acto de buena guerra -esa en la que no se derrama la sangre, sino las ideas- contra uno de los brotes de opresión y esclavitud más despiadados y turbadores de que hay noticia.
Relatado por cuatro recogidas, que fueron internadas allí entre 1964 y 1968, filmado por el actor escocés Peter Mullan -metido a guionista y director- y recreado por la portentosa veintena de actrices británicas e irlandesas que interpretan este escalofriante filme, asistimos a la vida, si aquello era vivir, dentro de uno de estos centros de internamiento de descarriadas -bestial palabra, destinada a arrojar fuera del camino común a las putas, a las madres solteras, a las muchachas violadas, a las mujeres que abren su sexo- que, repudiadas por sus familias, entraban en la trituradora de almas de estos conventos que la Iglesia de su país destinaba a lavar sus pecados con un trabajo sin fin y sin salario de lavanderas esclavas. No tiene precio, es un impagable legado espiritual lo que Mullan y sus inmensas actrices nos dan a conocer de aquellos feroces ámbitos de beatería.
LAS HERMANAS DE LA MAGDALENA
Dirección y guión: Peter Mullan. Intérpretes: Geraldine McEwan, Anne-Marie Duff, Nora-Jane Noone, Dorothy Duffy, Eilen Walsh, Mary Murray, Britta Smith, F. Healy. Reino Unido-Irlanda, 2002. Género: drama. Duración: 119 minutos.
Mullan es de los que van recto al grano y la energía moral que imprime a Las hermanas... -que es un filme de rostros, de primeros planos- carga de explosiva verdad a la trágica ficción; y la película se hace así consciente de la responsabilidad que asume, pues cualquier imprecisión o inexactitud en que incurra se convertirá en diana de mil dardos de respuesta eclesial en Irlanda y más allá de Irlanda. Pero nadie -salvo amagos vaticanistas de cerrar el paso al filme en la Mostra de Venecia, donde Las hermanas... se llevó el León de Oro- ha osado negar la sobrecogedora verdad que las mujeres que vertebran el filme aportan al desvelamiento de los calvarios íntimos que tuvieron lugar en el convento de magdalenas que se adueñó de sus destinos y las encerró en sus mazmorras morales y físicas.
Y ahí quedan, convertidas en prodigios de la representación de la maldad, la vileza, la humillación y la tortura, los interrogatorios, heridos por una refinada crueldad, de la monja superiora a tres muchachas, y el instante en que una chica huye, pero se arrepiente y vuelve al convento, porque intuye que lo que le espera fuera no es diferente de lo está padeciendo dentro del beaterio, y la desoladora, imposible de sostener con la mirada abierta, escena del sarpullido histérico del capellán, y la febril escena de la comida, y muchas más que enriquecen la sensación de verdad que despide el tono genérico de relato carcelario con que Mullan envuelve y hace fascinante a este sórdido testimonio de dolor, pesadilla y tortura.
Babelia
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