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Tribuna:50 AÑOS DESPUÉS DE LA MUERTE DE STALIN
Tribuna
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Stalin y el recuerdo

"El deber que tenemos con la historia es rescribirla", decía Oscar Wilde. Como rusa, sé bien lo que es rescribir la historia. La Unión Soviética se pasó un siglo retocando las verrugas que tenía Lenin en la nariz, maquillando las estadísticas de las cosechas y haciendo que el moribundo Yuri Andrópov pareciera menos cadavérico. Pero al ocuparnos de Stalin (muerto hace 50 años) la mayoría de nosotros rescribimos la historia fingiendo que una parte de ella no sucedió. No me interpreten mal: Stalin no ha desaparecido como la gente que fue enviada al Gulag. No ha sido borrado de nuestra memoria de la forma en que Trotski y Bujarin fueron suprimidos de las fotografías oficiales.

En cierta ocasión, al bajarme de un taxi en Moscú, el conductor se levantó la bufanda para enseñarme una foto de Stalin que llevaba prendida en la chaqueta. Reflexioné sobre este gesto de disimulo. Parecía representar un verdadero personaje clandestino, alguien que se sentía escandalizado y traicionado por el mundo que surgió de la glásnost y la perestroika de Gorbachov. Pero probablemente sea mejor el aferrarse al pasado sin criticarlo que permitir que el pasado domine al presente. Al fin y al cabo, fue la historia lo que incitó a los yugoslavos a convertir su rincón de Europa en un matadero medieval de violaciones, saqueos y acosos. El 28 de junio de 1989, el día de San Vito, mientras la mayoría de los europeos del Este se atrevían a soñar con un futuro no comunista, un millón de serbios se preparaban para dar un salto al pasado con Slobodan Milosevic, mientras descendían por el Campo de los Mirlos de Kosovo para conmemorar el 600º aniversario de la derrota de Serbia a manos de los turcos.

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Por supuesto, la historia no es un medicamento con una etiqueta que contenga advertencias sobre la dosis apropiada. La historia es lo que da a las naciones su carácter, sus instituciones y su identidad. Se puede interpretar o usar mal, pero nunca racionar. Milosevic no dio a los serbios una sobredosis de historia; se limitó a administrársela como ellos la imaginaban, sin diluirla con críticas. Dicho llanamente, lo mejor es enfrentarse a la historia (y a uno mismo) francamente, y extraer las conclusiones más sinceras. Pero ¿cuáles son las conclusiones correctas cuando se trata de una historia tan teñida de sangre y corrupción como la de la era de Stalin? Hay quien está dispuesto a mirar al pasado con una mente abierta en busca, si se quiere, de la mejora personal. A otros les preocupa más utilizarla para justificar el fracaso o incluso la agresión; es historia como lástima de uno mismo. Y otros se permiten el lujo de engañarse a sí mismos.

Los que aspiran a mejorar son los menos comunes. Recientemente, sólo Alemania, o mejor dicho, Alemania Occidental, se ha enfrentado sin ambigüedades a su pasado para rehacerse. Fue necesaria la enormidad del Holocausto para provocar el examen de conciencia que se requería. Puede que algo menos terrible no hubiera bastado. Para los rusos, divididos desde hace mucho en eslavófilos y occidentalizadores, el papel de víctima compite con el examen de conciencia en lo que a la historia se refiere. En 1989 y 1990, cuando el comunismo cayó y la glásnost arraigó, muchos rusos buscaron con avidez los "hechos". ¿Qué provocó las hambrunas de los años treinta, y fueron acaso planeadas? ¿Cuánta gente murió en las purgas? ¿Qué dijo Jruschov realmente sobre Stalin en su discurso secreto de 1956? Los hechos históricos se convirtieron en noticias de portada.

Para otros, la defunción del sistema político significó el fin no solamente de la única narrativa histórica que conocían, sino también de un imperio y de un sentido de identidad nacional. Ese vacío lo llenaron políticos e historiadores de derechas que retrataban a los rusos como las víctimas de una "falsa cultura", y hacían a los extranjeros responsables de todos los problemas. A muchos hoy en día les resulta difícil saber qué conclusión sacar de las siete décadas de comunismo. Y muchos más se han cansado de intentarlo. Nunca será fácil presentar una versión de la historia rusa con la que todos los rusos estén de acuerdo; concepciones opuestas de la identidad nacional militan en su contra. Pero otros países que están mudando la piel del comunismo están demasiado dispuestos a adoptar una nueva historia -aunque sea una basada en la fantasía y la invención- que se adapte a sus necesidades actuales. Ucrania es un ejemplo de ello. ¿Tiene Ucrania historia? El lugar ciertamente la tiene, pero ¿es ese lugar un país? Ucrania significa literalmente "al borde". Es más una frontera que una región, por no hablar ya de un país. De modo que le va bien una historia inventada, y quién mejor para proporcionarla que una diáspora ucrania ansiosa por impulsar la tierra de sus antepasados. Puede que no sea una casualidad que el primer libro de historia de la Ucrania independiente se haya escrito en Toronto, no en Kiev.

Hasta ahora, Rusia, un país con poca moderación, ha oscilado entre la discusión descontrolada, el silencio absoluto y el engaño acerca de Stalin. Estas oscilaciones hacen que mucha gente (no sólo la gente mayor) siga votando por los comunistas. German Gref, el joven ministro ruso de Comercio y Economía, respondió a una amable pregunta referente a que sus padres habían sido prisioneros en el Gulag diciendo: "¿Y qué? Todos eran prisioneros en aquella época". En verdad, pocos pueblos aparte de los alemanes están dispuestos a ser honestos con su Vergangenheitsbewältigung, su reconciliación con el pasado. La mayoría de los demás hacen hincapié en lo loable, suprimen lo desagradable y embellecen el resto, o si no fingen que el pasado no existe en absoluto. Sin embargo, antes de caer en el pesimismo hay algo más que tener en cuenta. Aunque es imposible tener demasiada historia, sí es posible pasar demasiado tiempo contemplándola. También es necesario rescribir el futuro, al igual que el pasado. Si los rusos se mantienen callados con respecto a Stalin, puede que sea porque están ocupados escribiendo esa historia del futuro.

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