_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Preparémonos para lo nuevo

Nos acercamos al momento de la verdad. En un año cuatro, elecciones, por orden creciente: locales, autonómicas, generales, europeas. Conviene, pues, ir aclarando conceptos.

Aquí nos gobiernan tres nacionalismos: el español, el catalán y el vasco. A escala mundial nos gobierna el nacionalismo americano, matizado por las influencias de ONU y Unión Europea.

Esos nacionalismos no nos están resolviendo los temas que tenemos pendientes como catalanes, españoles y europeos, ni tampoco como ciudadanos del mundo.

"España va bien". Todo es relativo en este mundo. España va bien en los últimos 25 años, comparados con los 75 anteriores, de 1898 para acá. Catalunya va mejor que nunca desde 1714, aunque el siglo XVIII, políticamente horrendo, fue bueno económicamente, y el XIX y el XX tuvieron cortas fases de progreso fulgurante, en la cultura, la política y la economía.

Pero estamos en un punto de giro, en un recodo interesante de nuestra historia

La Constitución y los Estatutos son correctos, puesto que nos han permitido llegar hasta aquí. Pero hay fatiga en sus materiales.

Indicios: el anterior presidente del Tribunal Constitucional se retira pidiendo una relectura conjunta del bloque constitucional-estatutario y su compactación y adecuación.

Más indicios: el actual presidente del TC entra en el cargo como elefante en cacharrería, declarando que no hay diferencia entre nacionalidades históricas y las que no lo son, puesto que, según cree, todas lo son de algún modo. Y se apoya para ello en una lectura de los 17 Estatutos que muestra, es cierto, distintas interpretaciones de los términos "nacionalidad" o "comunidad histórica" o "región".

Una parte de las CC AA, las que se consideran más históricas, porque tienen lengua propia y tuvieron Estatuto en los años treinta del siglo pasado (hechos ambos referidos en la Constitución), consideran que peligra la hasta ahora útil ambigüedad de la Carta Magna.

(Es sabido que Napoleón prefería Constituciones breves y ambiguas. Probablemente la ambigüedad sea obligada para reflejar sin ruptura el acuerdo de no entrar en lo que divide a los constituyentes y limitarse a lo que los une. En cuanto por un lado o por otro se pretende reducir la ambigüedad -algo que en algún momento hay que abordar, probablemente ahora- debe saberse que peligra el equilibrio inicial y que habrá que buscar otro más avanzado, más elevado.)

Pero sigamos investigando el estado actual de conservación de los textos legales de hace un cuarto de siglo.

Todos los partidos, excepto el actualmente gobernante, piden la reforma del Senado para cumplir con la exigencia (Art. 69.1 de la CE) de hacer del Senado la Cámara de los territorios o autonomías y no una mera representación de las provincias.

El Partido Popular lo asumió en 1996, para abandonar luego ese objetivo, quizás porque cayó en la cuenta de que incluso perdiendo la mayoría en el Congreso podría tal vez, con el Senado actual, mantener una posibilidad de bloquear o al menos de alejar en el tiempo eventuales cambios en las leyes.

Otro factor de incomodidad: el País Vasco no estuvo representado en la redacción del texto constitucional de forma suficiente, a juicio del partido nacionalista que gobierna hoy Euskadi, de modo que sus representantes se abstuvieron en la votación del mismo.

Último y más relevante elemento a considerar: hemos entrado en Europa. Y sus Tratados, que en su momento ratificamos y son ley en España, aparte de absorber parte de la soberanía que definía la CE como propia de nuestro estado (moneda, fronteras, y progresivamente defensa) establecen principios avanzados y muy adecuados para regular nuestra propia gobernación, por ejemplo, el principio de subsidiariedad, en virtud del cual nada de lo que pueda hacerse cerca de la ciudadanía debe hacerse lejos. O el de proporcionalidad, que veta el exceso de medios del gobierno lejano en la persecución de sus fines legítimos. (En virtud de este principio se excluiría, por ejemplo, que el Estado interviniera en la solución del tema del botellón, en el barrio de Malasaña de Madrid; quizás ni tan sólo la autonomía debería intervenir, bastándose la ciudad para ello.)

Es más: los Tratados reconocen que los Gobiernos subestatales dotados de determinadas competencias exclusivas pueden estar presentes en los Consejos de Ministros de esas materias e incluso representar a la nación-Estado (como hacen los länder alemanes, por ejemplo, en los Consejos de Ministros de Cultura).

(Curiosamente, un documento del Ministerio de Administraciones Públicas niega a las comunidades españolas esas posibilidades, afirmando que el federalismo alemán es homogéneo, y el español, no: el español, señala ese documento, es asimétrico. Santa palabra, que yo trato de no utilizar por prudencia.)

No voy a añadir, por no alargar más el análisis de las causas de envejecimiento de nuestra Constitución, y por coherencia, el demoledor recuento que hizo en estas mismas páginas Joaquín Leguina, de los derechos consagrados en ella y que no se han hecho efectivos (entre ellos, por ejemplo, el derecho a la vivienda).

Posiblemente no se trate ahí de envejecimiento actual sino de ingenuidad inicial, algo que todas las constituciones comportan -no la que menos la de los EE UU cuando proclama el derecho de sus ciudadanos a la persecución de la felicidad-.

Si no hemos cambiado ya la Constitución, vistos los datos, es por la prudencia extrema que nos sugiere la consideración, siquiera somera o inconsciente, de las barbaridades que cometimos antes de que Ella (con mayúscula) existiera.

No es descabellado, sin embargo, por lo dicho temer que la prudencia nos haga aparecer insensatos a los ojos de algunos agudos observadores de hoy y, lo que sería peor, de la mayoría de los de mañana (¡cómo no se dieron cuenta!, dirán entonces).

Vayamos ahora a por la evolución de los formatos políticos que se han ido adoptando en el último cuarto de siglo: hemos hecho un ciclo completo o casi completo de las alternativas posibles.

Hemos tenido en el Estado Gobiernos socialistas y Gobiernos conservadores, ambos en sus dos variantes: mayoría absoluta y mayoría relativa. Y por tanto, periodos de mayor peso (teórico) de los nacionalismos periféricos y otros de exclusiva influencia de los partidos de ámbito estatal.

Hemos tenido en Euskadi una preautonomía presidida por un socialista, Gobiernos de coalición con vicelehendakaris socialistas (Ramón Jáuregui, Fernando Buesa) y Gobiernos exclusivamente nacionalistas.

En Catalunya, después de la victoria de los socialistas y la izquierda en 1977 -la mancha roja de Europa, ¿recuerdan?- tuvimos (qué generosidad la nuestra) Gobierno de unidad presididopor Tarradellas, con Narcís Serra como ministro estrella, y luego Gobiernos nacionalistas, minoritarios y mayoritarios. El último de ellos, minoritario, con el soporte parlamentario del Partido Popular.

Este hecho, inédito en nuestra historia política, amalgamado con el apoyo del nacionalismo catalán al nacionalismo español en las Cortes españolas, está en la base de la crisis profunda de nuestros nacionalistas, debida también al cansancio de más de veinte años de gobernación ininterrumpida.

Ello permite que mucha gente comprenda que estamos ante un posible cambio histórico en Catalunya, que va a tener consecuencias serias, muy serias, en la gobernación española. No imagino a los nacionalistas catalanes, desde la oposición en Catalunya, apoyando a un Gobierno minoritario del partido nacionalista español en Madrid: sería un suicidio político.

Preparémonos para una situación nueva. Y para manejarla con determinación, conscientes de lo que se va exigir de nosotros, tanto en el sentido de la sensatez y la moderación como en el de la fidelidad al objetivo de una Catalunya potente y una España plural y efectivamente reconciliada con esa pluralidad que es sustantiva y constitucional.

No me va a temblar el pulso en esas circunstancias.

Hay otros indicios de que España se ha ido preparando para ese nuevo panorama del segundo cuarto de siglo constitucional.

Media España (básicamente el Norte y el Sur) está en posiciones más bien inclinadas o a la izquierda o al nacionalismo periférico -con la salvedad, precaria hoy, de Galicia. La otra media (la franja central) está en la derecha o centro-derecha. La línea divisoria virtual que va de Asturias a las Baleares es bastante elocuente en ese sentido.

En 1981, todavía con el Gobierno inicial de UCD en plaza, pasamos la prueba de un golpe de Estado. Hace poco la opinión pública ha sabido que el 27 de octubre del año siguiente, a un día de las elecciones generales, se desarmó un segundo golpe, con un sigilo que sólo podía obtenerse con un alto grado de lealtad entre Gobierno y oposición.

Eso es algo que en los últimos años se ha debilitado, a pesar de la actitud moderada de la dirigencia del partido socialista en ese terreno -moderación que le valió hasta hace poco al secretario general socialista ironías feroces, incluso en medios no alejados de su ideología. El pacto antiterrorista es la más evidente prueba de lealtad de los últimos años.

A lo que voy es a lo siguiente: poco nos queda ya por experimentar antes de decidirnos a dar un paso adelante y adecuarnos a las nuevas realidades, a la realidad europea en la que estamos y a la realidad española que hemos ido construyendo. No lo digo por un prurito de realismo, ni por un deseo innecesario de aggiornamento. Lo digo por prudencia. Por no forzar demasiado la elasticidad de unas normas que han dado muy buen resultado, pero que no merecen mayor abuso.

Deseo que Catalunya dé un paso adelante y participe de forma más clara, más ambiciosa, en el mejor sentido, y más confiada, en la gobernación de España, y en el diseño evolutivo de esa gobernación.

Siento que esa mayor participación es deseo de mis conciudadanos y alternativa a determinados cálculos soberanistas, perfectamente sustentables, es cierto, en las circunstancias actuales, que he descrito más arriba. Tales cálculos no responden con exactitud a la voluntad mayoritaria de los catalanes, que es más inteligente y más positiva, igualmente ambiciosa, pero más cauta. Y es mejor entendida en Europa.

En una Europa en la que tantos pequeños países van a entrar, si no con derecho de veto sí con derecho al voto, va a ser difícil, muy difícil, que algunos grandes países compuestos, como la República Federal, el Reino Unido o España, no se abran en su interior a una mayor movilidad de los pueblos o regiones que los componen y a una cierta presencia de los mismos en el escenario europeo.

Creo también que sin esa implicación abierta de Catalunya en la España plural no hay salida para el proyecto constituyente inicial que la dibujaba claramente.

Añado que sin esa apertura de miras y sin la correspondiente sensación de comodidad por parte de Catalunya en el proyecto español, sensación a la que se refería recientemente Zapatero en portada de un diario de Barcelona, no habrá solución para el drama que está viviendo Euskadi, o mejor, que estamos viviendo todos en Euskadi.

Lo digo porque en algún nivel más o menos consciente de las estrategias políticas españolas puede anidar el temor de que una solución excepcional para el País Vasco dé la señal de partida para una reclamación catalana de excepcionalidad, que pudiera no caber en el marco de la elasticidad permisible de nuestro sistema político.

Catalunya es consciente de que el País Vasco y Navarra, por circunstancias históricas y geográficas, por argumentos de tamaño y de tradición, tienen y van a tener un régimen técnicamente "excepcional", foral, no común.

Y Catalunya quiere que se sepa que lo nuestro es distinto. No queremos un régimen de favor ni de excepción, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie. Queremos una España distinta. Conforme a lo que entendemos que promete la Constitución y que se ha ido marchitando o que se puede marchitar si no evolucionamos.

Un país que evolucione hacia el reconocimiento no sólo literal sino cordial de su pluralidad, de sus lenguas, de sus culturas. Reconocimiento efectivo y defensa de la pluralidad por parte del Estado, y correlativa afirmación por parte de Catalunya del capital inmenso que es para nosotros el castellano y la convivencia de los pueblos de España.

Si esta vía es posible, Catalunya no será mera espectadora. Jugará fuerte la carta de España. Y el País Vasco podrá buscar con más tranquilidad una solución bloqueada en parte por errores propios, seguro, pero en parte también por errores ajenos, por el temor a que cunda el ejemplo y a que la excepción suplante a la regla.

Ésa es mi esperanza. Voy a trabajar intensamente por ella.

Pasqual Maragall es presidente del PSC.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_