Quédese usted, señor Aznar
Ahora en el seno del PP cunde la idea de reeditar aquel lema afortunado del "¡váyase, señor González!", para aplicárselo al propio líder. Piensan que una vez establecido el punto de no retorno, fijada la fecha de la retirada en la que rehúsa volver a ser candidato a la Presidencia del Gobierno y a la presidencia del partido, Aznar se ha convertido en un cuerpo ingrávido, en una rueda suelta dentro del engranaje, disfuncional, que ha dejado de ser un activo para convertirse en un lastre perjudicial a eliminar cuanto antes. Por eso, estiman que debería prestar un último servicio: el de marcharse. Gana adeptos cada día la impresión de que todo iría mejor para los que se quedan en tierra, para los que tendrán que medirse en el combate electoral, si el nuevo candidato tuviera la oportunidad de comparecer en los comicios de mayo de 2004 exhibiendo la condición de presidente del Gobierno.
De ahí que prefieran precipitar la retirada del actual presidente y la investidura de uno nuevo, el que sea, con la mayoría parlamentaria disponible. Así las cosas, cuanto antes, las gentes bisoñas del partido socialista deberían reclamar la permanencia de su actual antagonista y hacer suyo el grito de ¡quédese, señor Aznar! Nadie puede concederles la acumulación de más ventajas ni activar mejor la maquinaria infernal que ha puesto en marcha para perder las elecciones. Es una exigencia a la que por otra parte tienen derecho porque el inquilino de La Moncloa tiene empeñada en ello su palabra y siempre se ha atenido a los plazos marcados.
El hecho es que sometido este fin de semana a la prueba del nueve, la del rancho de Tejas, ha quedado claro que Aznar padece el mal de altura que el general Alfredo Kindelán, fundador de la aviación española, detectó en Franco, su compañero de armas a cuyo encumbramiento como generalísimo había contribuido de manera decisiva en aquel aeródromo de Salamanca. Las amistades requieren similitudes y a partir de un umbral de desigualdad resultan ridículas. El sonrojo de escuchar al nuestro agarrado al atril hablando en un plural que englobaba al presidente Bush de los Estados Unidos, al que miraba de soslayo, resultaba inevitable para todos los espectadores de la escena habida cuenta de la desproporción existente cualquiera que fuese el plano elegido para la comparación.
Entre tanto, todas aquellas profesiones de europeísmo en el pleno del Congreso de los Diputados, tras el Consejo de jefes de Estado y de Gobierno del lunes 17 en Bruselas, se han volatilizado. El intento de apropiarse de las resoluciones acordadas con sus pares de la UE excluyendo gozoso a las demás fuerzas parlamentarias se ha probado por completo tramposo. El Gobierno ha vuelto a situarse en actitud ancilar detrás de otra bandera: la de los republicanos de Bush. Otra cosa es que su intento de comparecer en el rancho tejano con el voto de México y de Chile se haya visto frustrado por la resistencia a secundarle de los presidentes Fox y Lagos.
¿Por qué, entonces, ese empeño del presidente del Gobierno para invocar allí en falso al Consejo de Seguridad como si se tratara del Instituto Meteorológico, imposible de alterar en sus registros, cuando España, como miembro del Consejo que es, ha de aportar con su propia autonomía una de las 15 voces destinada a fijar la posición ante la cuestión de Irak? ¿Por qué ese estruendoso silencio ante las afirmaciones de su anfitrión decidido a irse a la guerra incluso sin el acompañamiento del citado Consejo? ¿Por qué el nuestro se ha abstenido de repetir ante el emperador que en la lucha contra el terrorismo no caben atajos, ni Guantánamos ni tribunales militares? De regreso a casa todo serán descalificaciones al partido socialista y a José Luis Rodríguez Zapatero para situarlo en la marginalidad. Pero será inútil porque el público de Las Ventas quiere hacerle, con pancarta y todo, figura del toreo.
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